16/10/09

Sería bueno vaciar el corazón de vez en cuando como quien vacía un cenicero, pensó la mujer mejicana mientras salía de madrugada de The Red Roof Inn., el hotel en el que trabajaba a las afueras de Milford. Pasaban camiones cargados de muebles baratos, trailers negros, espectrales, dioses de la noche surcando el Estado de Connecticut. Sería bueno sacarse el corazón, quitarle la tapa y desparramar toda la mierda en un cubo junto a las cáscaras de huevo y los tampones y las bombillas y las marañas de pelusas que salen de la aspiradora. Lo pensaba con frío, con los brazos muy cruzados junto al pecho protegiendo ese corazón suyo que necesitaba un poco de alivio. Los camiones seguían pasando, la noche se alejaba, quizá hacia otro Estado, quizá a su cama en la ladera de una montaña de cuento, harta ya de todo y con los pies hinchados. Cuando llegó a casa su marido dormía. El cuarto estaba revuelto y olía a mermelada rancia y a alcohol, una vaharada de licor le llegó como un tortazo repentino, como los que le pegaba su padre de niña sin saber por qué. Se desnudó y se metió en la cama. Su marido dormía boca abajo con los brazos abiertos, quedaba poco sitio para ella, en realidad quedaba poco sitio para ella en el mundo, para ella y su corazón sucio, pero le apartó a culetazos y se hizo un pequeño sitio para dormir de lado, mirando a la cómoda estilo canadiense en cuyo espejo pegaba las fotos de sus sobrinas, de su mamá y de toda la gente que quería y que la esperaba en Aguascalientes. Miró las fotos con los ojos muy abiertos, la luz que venía del aparcamiento era suficiente para poder soñar, para ver las caras de las niñas, las casas, el viejo del sombrero en la fiesta, una ranchera llena de flores, una mesa en la que comían doce personas. Fue viniendo el sueño y lo hizo como vino la noche, despacio, sin zapatos, preocupado por no molestar a nadie, como una intuición. Al hacerlo sintió que el corazón se aliviaba. ¿Existiría un cubo de basura imaginario en los sueños, un vertedero de corazones necesitados? La mujer asintió a su pregunta imaginaria, lo hizo con una sonrisa desacostumbrada, una que no recordaba desde hace mucho. Su marido roncaba muy fuerte, estaba en otra dimensión, en un lugar desconocido y lejano al que ella no estaba invitada. Por eso cerró los ojos como el que cierra la tapa de un piano después de haber interpretado con suficiencia una sonata de Schubert, los cerró como la profesora que acaba de corregir todos los exámenes del día siguiente y se quita las gafas y las pliega dulcemente y las deja sobre la resma de hojas alineadas. Mañana sería sábado.

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