18/10/09

Mañana operan a mi madre, por eso hoy estará nerviosa aunque en nuestra conversación telefónica de ayer lo negara y me dijera que estaba preparando la pequeña maleta que se suele llevar a los hospitales y de la que nunca se acaba de estar satisfecho o saber las cosas que realmente necesitaremos allí o si el dolor hará que no tengamos ganas de leer el libro que suponíamos, ese que metemos al final, antes de cerrar la maleta y dejarla a la entrada.
La operación no es en principio complicada o peligrosa, pero eso nunca se acaba de saber, ningún médico mirándote a los ojos te dice: “no te preocupes, si algo sale mal será culpa mía y eso es imposible que suceda”, pero los imposibles suceden, lo pensamos tumbados en una camilla, contemplando las luces del ascensor, soportando las familiaridades del camillero, sus comentarios tranquilizadores o su silencio mecánico. Después todo pasa muy deprisa, te ves o te recuerdas contando del uno al veinte y cuando vas por el doce la vista se nubla y todo lo que pasa hasta que despiertas pertenece al misterio. Mi madre parecía algo nerviosa por teléfono; mis palabras intentaban pasar de puntillas por la zona minada, jugábamos a aquí no pasa nada, ese juego de sobremesa del que todos somos adictos en una u otra forma.
Mañana por la mañana estaré sentado en una butaca imitación piel junto a la cabecera de su cama. Sé que estará confundida, sé que tendrá sed y no podré darle agua, sé que le picará la piel y le molestará el gotero y que yo estaré deseando estar a su lado y a la vez estar muy lejos de allí. Nuestra condición es esa, no soportamos ningún dolor, ni el propio ni el ajeno. Saldré a la calle y fumaré a la orilla de ese río que baja seco y surca Madrid más por nostalgia que por necesidad. Miraré arriba y abajo, escucharé el ruido de los coches y el de los últimos pájaros que se resisten a abandonar la ciudad. Debería hacer como ellos y unirme a una bandada durante un tiempo, ver las cosas con otra perspectiva, planear, ser consciente de mi lugar en la escuadrilla orgánica.
Mi madre ya tendrá la maleta hecha y la conciencia también hecha, los problemas plegados, las cuentas pendientes ordenadas de menor a mayor y el frasco del miedo bien cerrado para que no manche nada. Las cosas se hacen así. Las madres se preparan así para estas cosas. Yo admiro su predisposición y la relación que tiene con los asuntos de la vida. Para ella todo es tangible, nada se queda colgando de las ramas de los árboles, todo pertenece a la esfera de lo real. Su camisón limpio y doblado, sus certezas, el cepillo de dientes, las revistas que le comprará mi hermana o que le subiré yo, ese hilo que conecta a los vivos con la vida y sus tonterías: los picores, las decepciones, la luz de por la tarde, el frío, la merienda, el cansancio.
Mañana operan a mi madre y es como si me operaran a mí también; es algo inevitable, rudimentario y ancestral, es estar al borde de un precipicio que los demás días ocultan, que en las demás jornadas pierde visibilidad. Por eso los pasillos de los hospitales asustan, ese olor, ese peso específico que nos recuerda que somos carne con fecha de caducidad. Pero por teléfono nadie admite ciertas cosas, ¿verdad?

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