19/10/09

Mi hija mayor escribe delante de mí, en otro ordenador, un iMac blanco
que tiene ya muchas rayas en la pantalla; empezó siendo una, un día,
hace ya mucho, después vinieron las otras y se quedaron, sólo
esperamos al día en que las rayas ganen la partida y no quede nada más
en el ordenador. Pero de momento mi hija escribe a una amiga, la miro
con su pijama rosa y el pelo mojado y muy peinado, un ángel
escribiendo un mail en un ordenador cansado. Para ella escribir cuatro
palabras es algo que lleva varios minutos, una labor meticulosa que
acompaña con lentos movimientos del ratón y la vista fija en algún
lugar de la pantalla. ¿Qué le dirá a su amiga? Debo calmar mi
curiosidad, no son mis asuntos ni mi vida, es su cabeza y su amiga y
sus palabras que nada tienen que ver conmigo ni con los juegos que
hacemos juntos; esto es otra cosa, una vida que comienza a despegar,
un abrelatas que dibuja ya la circunferencia entera de la lata para
permitir que lo que hay dentro salga: saldrán sus palabras que
dibujarán sus estados de ánimo, lo harán los acentos y las comas que
no pone, ideas atropelladas, escribir como se habla, qué lección para
el hombre supuestamente adulto que tiene enfrente y que escribe como
le gustaría hablar y no se atreve o a nadie le interesa. Habrá que
esperar muchos años para ver cómo acaba todo esto, ver si mi hija
sigue con esta manía aprendida de golpear teclas y después mirar a la
pantalla o mirar al techo y luego apretar teclas o mirar a la ventana
y no apretar nada y esperar y volver a esperar y mientras tanto
sonreír como si no pasara nada. Pero yo qué sé qué pasará dentro de
veinte o treinta años y si yo estaré aquí o seré una sombra al final
de una página. De momento hay que conformarse con esto, lo que
buenamente sucede en esta habitación de color azul claro en la que hay
dos mesas de Ikea, un sofá cama, una librería, un ventilador blanco y
una niña de casi ocho años en pijama escribiendo algo que sólo sabe
ella. Dios nos dio un don y un látigo, me gustaría decirle a mi hija,
ten cuidado, no te dejes engañar por las palabras, no las sigas,
estate quieta, haz otra cosa. Lo que pasa es que la miro y me veo, mis
ocho años fueron parecidos, quítale el iMac y las otras cosas pero mi
cara era la misma, la máquina era una Olivetti verde que parecía un
barco, mis dedos percutían sus teclas, había que hacer mucha fuerza
para que se produjese el milagro; cuando sucedía era bueno, las
palabras salían y se pegaban al papel, giraba la cabeza y estaba
nevando en la casa de mis padres, en el despacho de mi padre, sentado
en su silla, mirando sus cosas mientras mis dedos se lanzaban a la
batalla blanca. No sé que pasó con esa máquina de escribir, creo que
la tiene mi hermana en su despacho, de adorno; una máquina dormida que
sabe muchas cosas pero calla. Habría que aprender de ella, saber
cuándo llega el momento de no decir nada: ni la nieve ni las palabras
que se han quedado atrás en la carrera de la memoria. Nada.
Mi hija ha terminado su mail, ahora está sentada con su nuevo libro de
Kika Superbruja, lleva las gafas puestas, a cada segundo noto cómo
desaparece de la habitación y de mi vida. La literatura se la lleva de
la mano, muy despacio.

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