20/10/09

Dios es un camillero que se aleja por el pasillo; detrás queda el control de enfermería con el retablo de fotos de niños que han pasado por allí y han dejado dibujos hechos mientras esperaban en una habitación color crema ante padres que maldecían su suerte escondidos detrás de un periódico. Dios también es una bolsa de suero que se acaba, es las gotas que caen mansas y se deslizan hasta la cánula transparente para mezclarse con la sangre. Incluso es un café con leche en vaso y un montado de jamón que mastico despacio junto a una señora de pelo muy teñido que remueve su tristeza con una cucharilla en su estanque de te. Es la pausa y el péndulo gigante que veo tras la ventana mientras los programas de la mañana intentan retener la atención de mi madre que enseguida se cansa y prefiere cerrar los ojos. ¿Dónde estamos, mamá? ¿Qué ha pasado? Cierro la tele y cojo un libro de Zweig pero mis ojos también se cierran. Entra una enfermera que también es Dios, con coleta y una sonrisa no comercial que envenena mi descreimiento del mundo. La megafonía llama al doctor Alonso y a la doctora Núñez, ambos se aproximan flotando en un líquido desconocido que inunda el pasillo, ambos tienen branquias y alas y ojos piadosos que han leído la enciclopedia universal de la bondad. Hay también un recién nacido que flota, su madre le llama pero él sigue el curso imaginario del pasillo hacia una sala desconocida que hay al final. Una enfermera toca un minúsculo piano blanco en un rincón: es Sibelius, su sonatina en la menor. Dios está dentro de ese piano, es una tecla, un mazo de bronce que percute y se expande en el aire. Mi madre abre los ojos, la enfermera toca, comprueba, cambia, calma. Sibelius está tumbado en la habitación 114, está vestido con un traje tradicional finlandés, parece muerto pero sonríe, le miro con toda la admiración que me permite mi pudor, compruebo que su ropa se va degradando como comida por una plaga de polillas transparentes. Son las once de la mañana. Dios también es un reloj, un segundero que juega a la noria con nosotros, sube, que te llevo, dice; y subimos todos con nuestros algodones de azúcar y cuando llegamos a la parte más alta miramos con agrado el aspecto de nuestras vidas, unas vidas vistas desde arriba, después la noria-segundero vuelve a bajar y suben otros llamados por la curiosidad de ver algo nuevo. Dios es esa curiosidad pegajosa y la sensación de pérdida que viene después cuando la enfermera deja de tocar la sonatina y la doctora Núñez aterriza en el suelo con sus radiografías luminosas dispuesta a tocar una puerta con sus nudillos y decir: "hola, soy la verdad".

1 comentario :

Anónimo dijo...

Él, a veces, también escribe.