28/10/09

Será como en Roma, ya verás, será como dormir en ese hotel de Via Veneto al que llegamos de noche y subimos y la habitación daba a un patio y era ridículamente pequeña y tú parecías la princesa del cuento, la que vivía en un guisante y nos pusimos a reír mucho rato hasta que bajé y jugué con el recepcionista a ser un turista enamorado que practica su pésimo italiano con movimiento de manos y frases confusas. La habitación nueva que nos dieron daba a la calle, recuerdo la bañera antigua y ese olor a novela de E.M. Forster, tú eras la signora embarazada, llevabas a Alba en la tripa, por eso le pedí una habitación con vistas. Después te descalzaste y te quedaste dormida y yo bajé a una librería que había cerca del hotel y respiré con fuerza y dije Roma, Roma, lo dije varias veces, al aire de octubre, a las motos que pasaban, a los camareros de las trattorías, al Papa que dormía no muy lejos de allí con esos pijamas que debe usar que no caben en ninguna lavadora. Roma. Será así, ya lo verás. Como cuando los falsos centuriones del Coliseo te dijeron auguri porque te vieron la tripa y golpearon sus escudos de plástico con las espadas cortas esperando unas liras. Nada ha cambiado desde hace miles de años, la biología del amor sigue siendo la misma; sólo cambian los puestos ambulantes de fruta, las caras de los que pasan, los vehículos que nos llevan. Pero Roma sigue allí, intacta, como la primera vez que la soñé de pequeño, iba en bicicleta por una inmensa plaza desierta, el sol declinaba y hacía que el empedrado del suelo pareciese la piel de un cocodrilo que acaba de abandonar el agua y descansa a la orilla de un manglar. Fue así. Los sueños cuentan cosas que después suceden o que acaban escritas, que para el caso el lo mismo; una parte de la realidad se escapa, otra se convierte en palabras y después le pertenecen a otra persona que podrá confundir sus sueños con los que ha leído y ya no sabrá si una vez estuvo en Roma, en una plaza desierta dando vueltas en bicicleta o todo fue polvo de sueño en su memoria.
Pero te repito que será como esa vez y como lo que sentimos en los escalones de la Piazza di Spagna después de estar un buen rato en Prada, esa tienda llena de mujeres de traje de chaqueta negro que hablaban veinte idiomas y si no los inventaban con tal de que compraras un bolso. Y lo compramos, pero fue lo de menos porque el lujo nos esperaba en las escaleras de la plaza, sol romano envuelto en un pequeño paquete evanescente, quizá demasiado ostentoso para ser octubre, pero daba igual. Lo mejor de las tiendas es salir corriendo y decir: “no me creo nada”, huir pronto del espejismo, cruzar el Tíber y comer en una terraza, jugar a viajero inglés, a Paul Bowles y su acompañante que toman vino y no tienen prisa, que miran tras sus gafas de sol con la paciencia necesaria.
Esta mañana, mientras venía a trabajar, lo pensaba. Bueno, concretamente lo pensé ayer mientras cruzaba la calle Luchana después de comer y miré el asfalto reluciente, sin coches, y por un momento pensé que cruzaba Via Veneto y estaba contigo y al hacerlo me di cuenta de que el secreto es querer que todo sea más o menos como aquella vez.

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