25/10/09

Mi hija calca personajes de las Winx en el ventanal del salón mientras yo leo a Martin Amis tumbado en un sofá rojo. Son las tres y veinte de la tarde y todo el mundo ha comido, por eso hay en el aire una sensación de irrealidad, de día no vivido. Cierro los ojos y veo una plaza de toros cubierta de hielo, en el centro hay un toro también blanco, se abre una puerta y salen seis cabestros arrastrando un trineo, comienzan a perseguir al toro, le acorralan. Abro los ojos y mi hija me enseña su dibujo, tengo el libro de Amis vuelto del revés sobre el estómago, parece una tienda de campaña, un refugio para caminantes, un lugar para resguardarse de la lluvia; ¿es esa la última función de la literatura? El domingo se ha quedado estancado, lo presiento, hay algo de confusión por lo del cambio horario, noto movimiento en los pasillos del tiempo, conversaciones y cuchicheos de los burócratas tratando de estabilizar la situación. Mi hija tiene mucha maña en eso de calcar dibujos. Me gustaría levantarme y calcar con ella, pero no lo hago, me quedo tumbado pensando en las asociaciones de la palabra calcar con el fenómeno de escribir. Una novela es una historia calcada del natural. Un hombre puede estar un año ante un cristal escribiendo palabras, si tuviera paciencia obtendría una historia, quizás una novela, el testimonio de un viaje hecho por las regiones interiores de su alma. Como es domingo puedo permitirme el lujo de ponerme cursi y decir regiones interiores del alma sin que se moleste nadie. ¿Qué habrá pasado con el toro blanco? No quiero volver a cerrar los ojos, ciertas imágenes no son narrativas, sólo son imágenes, disparos que hace la cabeza en el vacío, no hay que perseguirlas ni capturarlas, mi cabeza también dispone de un servicio de emergencia de cabestros, bestias adiestradas en el arte de la disuasión. Pero no quiero. Mi hija se ha cansado de calcar y está tumbada en el suelo, tengo la sensación de que quiere hablar conmigo y no se atreve, de vez en cuando me mira y después sigue a lo suyo, sus divagaciones, las formas que dibuja en el papel y lo que ve cuando cierra los ojos: sus otros toros que quizá lleven patines de hielo y no tengan tantos problemas como los míos que ya son viejos y presienten el dolor y la muerte. La juventud es la arena, la vejez es el hielo. Eso es lo que me dice la tarde con su inmovilismo. Le doy la vuelta al libro e intento volver a la lectura. Temo no meterme en la historia, me pasa muy a menudo, saltar del campo de trabajo en Siberia a la sombra de mi hija contra el ventanal. Creo que no es el mejor día para leer La Casa de los Encuentros; lo siento, Martin, vendrán días mejores, te lo puedo asegurar.

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