26/10/09

Estaba pensando ahora mismo en Salinger y eso me ha llevado a las veces que fui de pequeño al fútbol con mi padre. Íbamos al Bernabeu y al Calderón, indistintamente, gracias a un carnet de prensa que tenía y que hacía que los porteros de gorra de plato nos miraran con respeto y nunca pusieran pegas a mi presencia, como si dieran por hecho que éramos dos periodistas deportivos que compartían acreditación. Recuerdo una vez en el Bernabeu, era la época en que jugaba un central alemán que se llamaba Uli Stielike, yo tendría diez años y llovía; el tanque Stielike era muy bueno, un central de esos de toda la vida, un tipo que daba seguridad nada más verle. No sé contra quién jugaba el Madrid, lo que recuerdo es que al final de la segunda parte íbamos ganando y llovía más fuerte que al principio, la tromba se veía como un visillo sucio desde la tribuna de prensa. Y allí estaba Stielike, en jarras, solo, veinte metros por delante de la media luna del área, plantado en el césped, ajeno a la lluvia, un héroe griego con bigote prusiano, un Héctor, un Menelao, un Aquiles con la camiseta blanca manchada de barro. Pero no, más que un héroe griego parecía el guardián entre el centeno de Salinger, el que vigilaba a los niños para que no cayeran por el precipicio. Recuerdo que aquella visión me conmovió aunque por aquella época aun no hubiera leído la novela; años después, cuando cayó en mis manos, volví a recordar aquella imagen, un jugador de fútbol en medio del campo, solo, con los brazos en jarras, con la vista clavada en lo que pasaba en la otra portería. Un hombre cuya misión era hacer que ochenta mil personas no se desplomaran al abismo de la derrota. Cuando tienes diez años todo parece más grande de lo que es y no sabes
que el fútbol es simplemente una metáfora de la vida. Lo digo porque al final del partido bajamos a vestuarios y mi padre habló con algunos jugadores, recuerdo el vaho de las duchas, los abrazos, los periodistas con sus arcaicas grabadoras, la ropa tan diferente que usaban los futbolistas, no como la que se veía habitualmente por la calle, parecían estrella de cine, tipos afortunados que sonreían mucho y se ponían demasiada colonia. Cuando estuve al lado de Stielike me quedé congelado, no sabía que decir, recuerdo que me pasó la mano por el pelo, un gesto ya en desuso, y me preguntó, en su rudimentario castellano de autómata, si me había gustado el partido; no le dije nada, me quedé callado, quizá me ruboricé porque mi timidez siempre ha sido exagerada y en aquellos años lo era más.
Ojalá me lo encontrara hoy por la calle, le diría que aquella tarde fue el guardián entre el centeno y que el Madrid no ha vuelto a tener un central como él, que conjugara sus prodigiosas condiciones con ese gusto por la alta literatura. ¿Qué hará ahora Stielike? ¿Qué habrá pasado con aquella tarde de domingo de 1977? Volvería a ver ese partido, volvería a tener diez años y volvería a quedarme callado en el vestuario, eso lo sé, pero volvería.

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