9/10/09

La mujer de la foto era rubia y de ojos muy claros, no hacía falta ser investigador privado para asegurar que la mujer no era natural del país, que se trataba posiblemente de una mujer americana o neozelandesa de unos veinte o veinticinco años. Pero le gustó la foto y la dejó puesta en el marco tal y como venía de fábrica. Estaba bien así, dado que la alternativa era una foto de sus sobrinas, una en la que estaban en la puerta del colegio con cara de no querer salir en ninguna foto; la más pequeña, incluso, no miraba a cámara, miraba hacia la derecha, quizá buscando con la mirada a alguna amiga con la que seguir jugando.
Colocó el marco sobre la repisa de uno de los radiadores del salón y se olvidó del tema.
Llegó el invierno y la casa se quedó más vacía que de costumbre, como si el frío hubiese entrado pistola en mano haciendo que los recuerdos, sensaciones y esperanzas desalojasen el piso por la fuerza. Las paredes se quedaron más lisas que nunca, hasta las posibles arañas que habitaran los vértices del techo sufrirían el vértigo de la soledad. Él pasaba las noches delante del televisor, ausente, como un astronauta noqueado por lo que un día vio en el espacio, por esa sombra deforme de la que no se atrevió a dar constancia en el informe de abordo. Sólo sabía que seguía respirando y que la joven de los ojos claros seguía sonriendo desde su marco, ¿qué le quería decir?, ¿cuál fue la intención del fabricante a la hora de elegir aquella mujer rubia para vender el marco? No podría precisar cuándo comenzó a hablar con ella, quizá el día del Racing de Santander-Valencia, cuando dijo en voz alta "qué vergüenza" por un penalti no pitado; sintió que se lo decía a ella, incluso la miró mientras sus palabras salían de su boca y levantaba el brazo derecho con la mano extendida en señal de desaprobación. Después se quedó callado y apagó la tele, no se atrevía a mirarla, con la vista baja empezó a hablar; era la primera vez que hablaba solo, al principio se sintió incómodo, ridículo, como un adolescente que habla con la mujer del poster de su cuarto, después se relajó y comenzó a mirarla a los ojos. La mujer rubia parecía entenderle, parecía sonreír más que cuando colocaron su foto en alguna ciudad asiática y retractilaron el marco y luego lo embalaron junto con otros quinientos marcos iguales con destino a Europa. El hombre le intentó contar todas las causas de su soledad. Fue honesto, colocó todas sus palabras en el suelo como si fuesen las piezas de un cansino puzzle de un castillo en Baviera; las fue ordenando para ella, las fue analizando a la luz de los años, intentando no engañarse ni engañarle a ella; al hacerlo se sintió más joven, con más fuerza, con una alegría salvaje y pura que ya no recordaba. La joven de la foto seguía cada paso, cada explicación, intentaba no desconcentrarle para que el río siguiera fluyendo, porque sabía que la naturaleza de los ríos era esa, fluir; las personas necesitan hacerlo para que ninguna región interior se inunde y la vida pueda continuar hasta el punto exacto que deba hacerlo.
Cuando el hombre hubo acabado de ordenar todas las piezas se sintió aliviado: era un hombre nuevo, un hombre que tenía ganas de abrir la puerta de la terraza aunque hiciera frío o ir a la nevera a por una cerveza, abrirla y de un trago celebrar la magnífica osadía de seguir vivo. Así lo hizo. Después volvió a encender la tele. El Valencia había ganado 0-2.

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