23/10/09

Juro que no quiero el coche ese del anuncio ni ser el hombre satisfecho, joven pero con canas que posa a cámara y no sabes si es que se gusta mucho a sí mismo o es que pone esa cara al ver el coche pasando y se imagina montado en él y que al hacerlo su piel se vuelve como el terciopelo e irradia la vitamina que muchas mujeres de su generación buscan en un hombre. Lo que quiero es otra cosa, y por favor, que no se me malinterprete, lo que voy a pedir nada tiene que ver con el populismo ni con mi adhesión al género humano. Quiero que el hombre que toca el arpa en los pasillos de la estación de metro de Alonso Martínez no se muera nunca. ¿A qué instancia debo recurrir? ¿Cuántas pólizas y sellos debe humedecer mi lengua y qué pasos debo dar para que así sea? Porque no quiero que un día pase por allí y no esté, que no vea su rostro nicaragüense o costarricense sombreado por las cuerdas de su instrumento que parece una persiana de las que se usan en el cielo o un barco afrancesado que se confundió de época y aparece en plena edad oscura a combatir en medio de la niebla. Si un día se muriera todo dejaría de tener sentido, pensaría ¿para qué hay que lavarse los dientes? ¿para qué seguir las instrucciones de montaje de ningún mueble auxiliar que no necesito? ¿para qué exponerme al ridículo de mirar un mapa en el que un hombre señala nubes y me lanza su condescendencia porque me imagina tomando sopa de sobre delante de la pantalla? Que no. No quiero un mundo sin mi arpista centroamericano, le quiero vivo y funcionando, quiero que sus dedos cabalguen por las cavatinas y los rondós que me regala por la mañana. Me gustaría explicarle a la gente que pasa por esa estación la importancia de tener allí a un hombre así. Ellos creen que el lujo es el señor ese del anuncio del coche y para llegar a ser él se levantan todas las mañanas y se duchan y aguantan la inclemencia de los demás pensando que un día estarán subidos a esa máquina y ya nadie se reirá de ellos. No saben que el lujo es otra cosa: pasar al lado del arpista y que la piel se erice en silencio, retardar el paso, desobedecer el ritmo de las piernas y escuchar el sentido de la vida explicado por treinta y siete cuerdas que vibran suspendiendo el aire, encarcelándolo en una armonía antigua de la que difícilmente escapará nunca.
Lamentaría que mi exposición no te haya convencido, lamentaría que pensaras que el arpista no existe o que lo he soñado y que estoy haciendo ficción, lamentaría que mis palabras te agradaran como agrada oler una pastilla de jabón en un hotel de un país lejano y que luego la dejaras otra vez sobre el lavabo y te tumbaras en la cama a pensar en tus cosas y dijeras: "que Dios bendiga a los que nos cuentan historias que son mentira pero que al leerlas parecen verdad."

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