22/10/09

Lo vi el otro día, el viernes pasado, es un tipo un poco más bajo que yo y tiene pinta de cuidarse, cuatro horas de bicicleta de montaña los sábados o una hora corriendo al día, lo digo por la forma que tenía de bajar las escaleras de la estación de cercanías de Aravaca. El caso es que el tipo iba discutiendo con alguien por el móvil, una mujer. La conversación empezó en un tono normal y a medida que el tren se acercaba a Aravaca, surcando unos montes bajos en los que hace cientos de años corrían los ciervos, el tono fue subiendo. Es desagradable asistir a una discusión, es como ver a alguien meando delante de ti, una sensación que pone en fila a todos tus pudores y los prepara para una eventual batalla. El tipo de las gafas redonditas empezó a decirle a la mujer que era la última vez que consentía algo así, que estaba harto, que no aguantaba más. Yo le miraba, miraba su pelo corto, su pendiente de plata en la oreja izquierda, su aspecto de que le seguían gustando The Clash y que a pesar de su vida atlética fumaba maría algunas noches antes de dormir para relajarse. Cuando el tren paró en la estación el tipo lanzó una amenaza o un ultimátum a su interlocutora, una bola de partido a la que ella, imagino, no pudo llegar con su raqueta y su confusión. Nunca estamos preparados para ese tipo de bolas, llegan sin avisar, un viernes, un martes, después de una siesta, mientras nos probamos unos zapatos y giramos el pie muy despacio delante del espejo y suena nuestro móvil pero nunca imaginamos el fuego que esconde la llamada.
El río de gente bajó las escaleras, unos por las mecánicas, él por las de siempre, y lo hizo de dos en dos escalones, con rabia y precisión. El tipo se perdió por una calle poco iluminada en dirección a su chalet adosado o al piso que compartiría con otros dos amigos o al apartamento sin muchos muebles en el que vivía solo.
Pienso que todas las vidas se parecen demasiado, por eso existen diosas con guitarras acústicas en cada esquina que observan a la gente para hacer sus canciones. La que había el otro día en esa esquina anotó todo en su libreta morada y empezó a fabricar la canción. Yo me acerqué y le dije hola y me fumé un cigarro con ella. Era una chica muy atractiva, con algo especial a pesar de que le faltaba un dedo de la mano izquierda. Me contó que era de un pueblecito de Pensilvania y que era nueva en mi barrio. Hablamos del tipo de la discusión y le pregunté cómo se iba a llamar la canción y me dijo que le gustaba algo así como "palabras que duermen en los charcos"; le dije que me gustaba y la dejé allí, tocando, tarareando muy bajito en medio de la noche.
Ayer volví a ver al tipo de las gafas redondas y el aspecto deportivo. Iba solo. No hablaba con nadie por el móvil, parecía triste, entonces sacó del bolsillo los auriculares de su Ipod y se los puso, se subió la cremallera del forro polar negro y dejó que su vista se perdiera por el monte oscurecido buscando la sombra de algún ciervo o la respuesta a por qué las cosas son como son o quizá, simplemente, estaba escuchando la canción que la chica rubia de los nueve dedos había compuesto en su honor.

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