14/10/09

Hay me he levantado con la misma sensación de cuando fui a ver al Papa al Bernabéu en 1982. Recuerdo los ríos de fragorosa juventud que atestaban las inmediaciones del estadio. En el colegio habían dado consignas precisas sobre la colocación de nuestra clase, había distintivos de color azul, unos tarjetones que luego no sirvieron para nada; el tutor dibujó hasta el número de la puerta por la que deberíamos acceder pero todo se les fue de las manos. Recorrí cien metros en media hora, era un muñeco entre muchos muñecos que cantaban canciones que no me interesaban, ¿qué pintaba yo allí? Al principio intenté zafarme en busca de una entrada, incluso en busca de una salida llegado el caso. Al poco rato supe que ellos era más poderosos, que el río de la fe me tragaría y haría conmigo lo que quisiera. Y así lo hizo. Fui arrastrado hacia ningún sitio, anduve entre monjas del sagrado corazón, me zarandeó una congregación de Badajoz con guitarras, fui conducido en círculos por una clase de los salesianos. Ahora lo comprendo: fue una metáfora. Dios planeó todo aquello como entrenamiento; es como si nos dijera que nunca llegaríamos hasta Él, que todo serían vueltas y canciones malas, todo sudor y confusión. Por eso esta mañana, mientras mojaba una madalena en mi colacao he recordado todo esto y las luces del estadio encendidas y aquel hombre vestido de blanco que parecía el abuelo de algún jugador del Madrid, un abuelo que recibía obsequios de los niños, flores, libros, llaves, dibujos enmarcados de ángeles patinando, palomas amaestradas que traían un mensaje cifrado en sus picos de plata. Al final pude llegar al gallinero, que es como siempre han llamado a la tribuna más alta del estadio; desde allí pude ver un punto blanco sentado en un trono como esos que les ponen a los reyes magos a la puerta del corte inglés. Un punto de luz blanca que escuchaba las canciones de los adolescentes, una antena repetidora supuestamente conectada con el televisor de Dios. Mientras mojaba la madalena pensaba que aquella coreografía nos enseñó algo, fue como un ballet, como un intento de ascensión, miles de kilos de carne joven accediendo por los vomitorios del estadio, estrujándose, apretándose contra otras carnes en nombre de una idea más elevada. Este es el viaje del hombre por la Tierra, tarjetones de color azul, números que luego nunca coinciden, ríos de nada que a ningún sitio conducen.
Quizá es que esta noche he soñado que volaba y que en mi camino me cruzaba con Juan Pablo II que con su capa blanca extendida realizaba vanidosas acrobacias en el aire. Al cruzarme con él quizá le preguntara hacia dónde tenía que ir y él, en latín, me contestara que la respuesta estaba en el viento o alguna estupidez por el estilo. Ahora mismo me comería otra madalena, una de esas con las que se desayunaba Proust, una que no me produjera visiones místicas ni sueños religiosos, una que me llevara simplemente a otro desconocido y profano día de 1982.

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