21/10/09

Escribir supone adquirir un compromiso. Por ejemplo, el otro día hubo una concentración multitudinaria en la Glorieta de San Vicente de todos los que siguen mi blog. Querían mostrarme su agradecimiento. Allí estaba la señora del metro que tiene una dentadura bastante castigada, los adolescentes siameses, los atardeceres anaranjados y un cartel de prohibido el paso que aseguraba que le había cambiado la vida leerme. A varias señoras mayores les dio por regalarme mandarinas que me tendían con manos temblorosas o en barrocas cestas de paja que simulaban naves antiguas, naves persas cuya verosimilitud me provocaba estremecimiento, un pavor que me nacía desde el mismo centro de la sangre y recorría mi piel asustada; y tuve que aceptarlas de buen grado aunque no soporte esa fruta, tuve que hacerlo a pesar de mi repulsión. Hasta un dragón, venido desde la lejana Isla de Santa Isabel me sugirió, en su prosaico idioma de suspiros, que le dedicase un artículo; le dije que no acostumbro a escribir sobre seres fantásticos y se puso a llorar lágrimas de fuego que hicieron que la gente huyese gritando y se diese por terminada la fiesta entre maldiciones de la policía local y un estrépito de banderitas que comenzaron a arder en más de una docena de farolas.
Escribir supone aceptar ciertas reglas; la primera es que a partir del momento que compartes la primera palabra tu vida pasa a pertenecerle a tus lectores. Es así. El portero de mi urbanización ha decidido quedarse con buena parte de mi infancia, concretamente del período que va desde 1966 a 1972. Bien, lo acepto, además ya estoy cansado de tanta infancia, que se la quede toda. Lo que no sabe es que en el paquete viaja también lo malo: las pesadillas, los remordimientos y una especie de tristeza indomesticable que tendrá que soportar. Él verá. La segunda es que te conviertes en esclavo de tus palabras. Pongamos el caso que yo digo “árbol”, automáticamente ese árbol es mi dueño, puede hacer conmigo lo que desee, puede hacer que sus hojas no me den sombra o que al pasar se sacuda o que decida volcar su pesada anatomía sobre mí provocándome la muerte. Escribir es aceptar un destino y llevar una cruz que te persigue hasta la eternidad. A pesar de ello, escribo. Todo esto no es razonable. Debería pensar en las consecuencias, en los mails desde Méjico exponiéndome casos sobre los que no puedo opinar, fotos de gatos que amablemente me remiten, problemas matemáticos, invitaciones a entierros, charlas en túneles sin luz, aperitivos con anfitriones homosexuales que sopesan con su mirada el valor de mis actos, recomendaciones amorosas de equilibristas alcoholizados que ven en mí una especie de alter ego escribiente, alguien que pasa a limpio sus oscuras biografías y que constata, al hacerlo, una especie de hermandad universal en su desgracia.
Yo no quiero defraudar a nadie. A todos les digo que lo que hago lo hago por placer, que no tengo más opinión que la que buenamente pongo aquí, que no sé cocinar, que no tengo carnet de conducir, que no entiendo de vinos, que no puedo pronosticar la lluvia; pero se lo digo dulcemente, tan dulcemente que creen que sí. Mientras tanto sigo escribiendo y aprovecho la ocasión para decirle al apenado dragón de la Isla de Santa Isabel que este artículo, en parte, lo he escrito pensando en él. Muchas gracias a todos.

3 comentarios :

Anónimo dijo...

Menudo tostonaco, hijo.

Anónimo dijo...

Menuda maravilla, Luis.

Anónimo dijo...

SIGUE ESCRIBIENDO PARA QUIEN TÚ QUIERAS O PARA TÍ. Y QUE CADA UNO COLOQUE LA PIEZA DEL PUZZLE DONDE MEJOR LE ENCAJE.UN BESO LUIS