28/9/09

Suponiendo que la vida sea una carrera contra uno mismo, suponiendo la
supremacía del tópico publicitario que asegura que la única
competición posible hoy en día es esa, suponiéndolo y admitiendo todas
sus consecuencias puedo afirmar que los dos segundos que voy por
delante de mis dedos cuando escribo son suficientes para sentir que de
vez en cuando sucede el milagro, las banderas de uno mismo ondeando en
algún espacio mental acondicionado como sala de victorias, esa gloria
customizada que de vez en cuando compro con cierto pudor y enseguida
escondo para no ser abucheado. Pero que no se arremolinen los curiosos
ante mi puerta, no hay nada que ver, no son fuegos artificiales, sólo
son palabras que salen del gotero, a veces en chorro, a veces como
raquíticas demostraciones de la buena fortuna.

Cuando no sucede nada de esto, leo; si es a Roberto Bolaño, mejor,
aunque me da pena hacerlo sabiendo que lleva varios años muerto y no
podrá escribir más. Sé que hablé de esto aquí hace algunas semanas
pero es que el tema es preocupante. Llegará muy pronto el día en que
se acaben las palabras de Bolaño y tenga que acudir a otras que me
consuelen. Me pasa lo mismo con Bernhard, me pasa lo mismo con Sterne,
me pasa lo mismo con Cortázar. La gente que escribe debería seguir
escribiendo después de muerta; debería existir un sistema
compensatorio que les permitiera el ejercicio de la literatura desde
ese lugar al que se va cuando se acaba la vida. Habría una bellísima
ciudad de muertos escribientes, una tierra perdida a la que sólo se
pudiera llegar desde las palabras.

Mis dos segundos de ventaja respecto a mis dedos son una victoria
pírrica, es decir, una chorrada. Todo lo cambiaría por unas cuantas
palabras más de los autores antes mencionados, de esos y de otros
muchos en los que ahora no caigo o que mi memoria (tan perezosa y
castigada) ha olvidado.

Ahora, esta noche, estas 21:46 horas que asegura mi ordenador como
coordenadas de lo real, leo a Roberto Bolaño, quizá su libro más
personal, ese en el que se aventura a pegar todos los trozos de lo que
escribió en revistas y periódicos mezclado con charlas, conferencias,
disertaciones, divagaciones, recriminaciones, autoabsoluciones e
interpretaciones de un mundo tan propio que asusta y a la vez invita a
pasar y a quedarse allí una buena temporada. ¿Los dedos de Bolaño le
darían esos dos segundos de ventaja a su vida? Algún día se lo
preguntaré cuando le vea.

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