27/9/09

El sábado por la tarde, cuando estaba oscureciendo, no pude evitar el pensamiento de que la vida es un piano desafinado. La culpa la tuvo el reflejo anaranjado del sol sobre una fila de chalets adosados cercanos al parque. Pensé en Proust y en su camino de Guermantes, en todos los tiempos perdidos que debemos contemplar sentados en parques esperando que el sol caiga y nos arrastre su condenada obstinación por la melancolía, esa fruta ambigua que cae de los árboles del pasado. Sí, un piano desafinado (eso es) que nos colocan en el centro del salón vacío, un mamotreto con el que nos tropezamos en plena noche cuando a tientas buscamos la solución a un sueño. El piano permanece con la tapa cerrada, sabemos de sobra que es inútil levantarla y tocar: está desafinado; aunque llamemos a alguien para que lo afine sabemos que al día siguiente volverá a defraudarnos. ¿Por qué cuando leo a Proust siento el sonido de ese piano dentro de mi cabeza? El piano de Proust esconde cocodrilos hambrientos, esconde ratas gigantes que nada saben de la diplomacia, esconde sombreros de paja plagados de hormigas rojas, pero cuando caminas por las páginas de la parte de Guermantes no lo sabes, te sientes un aristócrata embelesado por el color de las flores, te sientes un imbécil adorable con un traje hecho a medida, te sientes un diosecillo francés que desayuna con calma. Es necesario leer a Proust al menos una vez antes de abandonar la vida. Nadie debería haber muerto sin conocer el camino de la parte de Guermantes. Después uno puede llegar a su casa y abrir la tapa del piano y que salgan los cocodrilos y le arranquen un brazo o que uno de ellos se siente e intente fingir que toca a Debussy.
Yo acostumbro a hacer ese camino a menudo montado en mi bicicleta de oferta que compré en Carrefour. Mi alma destartalada se alegra cuando las ruedas comienzan a pisar las dulces sombras de Guermantes. Atravieso en un minuto cientos de páginas, miles de días, millones de letras que mi cabeza consume con agrado. A la vuelta siempre me paro en el parque junto a mi casa, bebo agua de la fuente encharcada, beso a mis hijas y me siento en el banco del reflejo anaranjado, a mi lado se sienta Proust con sus desgastados pantalones de ciclista y una botellita de bebida isotónica que transporta en su bicicleta. Jamás he osado hablar con él, le parecería una grosería; como mucho nos miramos de reojo cuando escuchamos las notas desafinadas del piano que nos ha traído la suerte ese día.

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