29/9/09

Hay gente que lleva la risa consigo como otros llevan paraguas o un
perro. Y se nota por donde van porque dejan un surco muy marcado, como
si caminaran con pesas en los bolsillos; su misión es trazar una ruta
para que los demás no se pierdan y puedan seguirles aunque se
encuentren en el pasillo de un hospital plagado de olor a
desinfectante y desgracia. Los que llevan la risa prendida del
cuerpo se levantan temprano y se bajan a las
paradas de autobús sólo para que no cunda el desánimo, realizan todo
tipo de malabarismos morales con tal de que los tristes se olviden
de qué día de la semana es, de por qué sus caras comenzaron a
agrietarse, de por qué sus ojos ya no miran nada y permanecen vueltos
hacia dentro como entrenándose para la eternidad. La gente de la risa
tiene obligaciones como la de pintar en menos de un minuto un paisaje
que pueda ser atravesado, no hablo de hologramas, hablo de algo real,
de meter un pie y luego otro y cambiar de dimensión como uno se cambia
de zapatos. Una persona así es capaz de manejar un ejército, pero los
ejércitos suelen ser muy serios y nunca se dejarían dirigir por los
señores de la risa; imagina los tanques, imagina el cobre de las
insignias bañado por la risa, imagina los toques de una corneta de
plástico o las banderas de papel charol ondeando al atardecer,
¿cuántas guerras se perderían nada más empezar? La
risa es el argumento menos beligerante. Para demostrarlo sugiero un
sencillo ejercicio: coge una bola del mundo y dale vueltas muy fuerte,
ya está, no hagas más, fíjate en la forma de Nueva Zelanda, fíjate en
lo ridículas que parecen las islas británicas, ¿no te dan ganas de
reír?
Los surtidores humanos de la risa reparten disfraces por la calle; a unos les
toca el de pulpo, a otros el de venusiano, de Hegel hinchable, incluso los hay de gallina
sin cabeza o de pisapapeles antiguo. Si alguna vez te cruzas con uno
de ellos no le hagas el feo y coge el disfraz que te ofrece, no hace
falta que te lo pongas pero llévalo colgado del brazo, lúcelo con
honor en la cola de un cine o cuando beses a alguien al despertar.
Nada les alimenta tanto como la gratitud, viven de ella porque saben
que es la mejor semilla de la risa.
Cuando alguien así se muere no hace mucho ruido, los que han asistido
a uno de estos decesos lo comparan con bombillas de cuarenta vatios
que se funden, con el ruido que hace un televisor al apagarse o el
envoltorio arrugado de una chocolatina que cae al suelo. Nada más,
ninguna pompa, ninguna lágrima. ¿Acaso tú no firmarías un final así?

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