30/9/09

Los que aman tienen la culpa de que haya esperanza, sin ellos la esperanza sería esa tía solterona que acaba vistiendo de forma excéntrica y desesperada, una señora que ha leído demasiado a Jane Austen y espera desorbitados milagros tras su ventana. El amor, en general, tiene la culpa de la salida del sol y su puesta, además de la colocación nocturna -y uno por uno- de todos los cuerpos celestes, un oficio similar al de los empleados de ayuntamiento que a principios de diciembre llenan los árboles de bombillas. Amor y luz siempre han cabalgado juntos y no necesariamente uno detrás del otro; se han alternado el liderazgo, han ido mutando la posición dependiendo de la circunstancia. También hay que decir que el amor ha tenido que luchar contra sus detractores: la cursilería, el marketing y las palabras. Qué daño estas últimas, qué distancia le ponen siempre, barreras de cristal contra las que cada generación se ha dado sus porrazos particulares. Borges tiene la culpa y Neruda y Shakespeare y Milton y Kavafis y Elliot y Pessoa y Carver; Carver menos, Carver sólo un poco porque él cargó con todo lo que venía tras él y diligentemente lo tiró al río demostrando que un hombre no puede transportar su herencia constantemente y por obligación. Los que aman tienen la culpa de que llegara Carver, aleluya; él descolgó estrellas y apagó pacientemente las bombillas de navidad, pensó: ¿amor y luz?, me quedo con el primero.
Si tuviéramos que elegir un rasgo que definiera la condición humana, ¿cuál sería? Creo que la necesidad de practicar el amor, de desentrañar sus misterios. El amor se parece a esos libros de instrucciones en los que nunca acabas de encontrar tu idioma, sólo unos gráficos te ayudan a entenderlo todo; tú sudas sentado en el suelo del pasillo con las piezas desperdigadas, te gustaría que funcionase, que al encender el aparato sonase la música y tus órganos se alegrasen de esa dicha sencilla de estar vivo. Tú con tu libro de instrucciones, tú con tu soledad que palpita desbocada corriendo a ciegas en busca de una salida. Quizá sea eso todo, la búsqueda del idioma propio que nos haga entender, que nos muestre el camino. Los que aman lo saben y no lo aprendieron con Jane Austen ni con las flores ni con las canciones que hablan del tema pero que lo hacen de oídas; lo hicieron con su esperanza silvestre, con eso que se inventaron para ir atravesando las horas, como las niñas que juegan al avión, como las personas que sonríen a los extraños desde la provincia más alejada de la cortesía. Creo que es así como lo hacen los que aman.

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