9/9/09

El martes no podía apoyar el pie izquierdo en el suelo al levantarme. Fui a urgencias (una clínica nueva cerca de mi casa que parece el hospital de un mundo feliz) y un médico con camisa rosa me dijo que tenía una ligera tendinitis; ¿haces ejercicio habitualmente?, no, le respondí; entiendo, dijo él mientras tecleaba algo en su ordenador; parecía más preocupado por la buena presentación de su diagnóstico que por lo mío. A los pocos segundos salió una hoja de la impresora y me la tendió acompañada de una sonrisa forzada y un no se preocupe, no es nada. Salí de su consulta y doble el papel en cuatro. Mi hija estaba fuera, esperándome; a los niños les impresiona la escenografía de los hospitales y supongo que ese olor tan aséptico que yo asocio instintivamente con la muerte. Me abrazó con fuerza mientras me decía con un aire teatral que me quería, ¿saldrán escenas parecidas en las películas que ve o será una respuesta genética que ignoro? Salimos y ya en el coche me dijo que si podría montar en bicicleta con ella por la noche, le dije que no, que no podría ser y le hablé de la tendinitis como si le hablara de un asunto de ingeniería espacial, su padre tenía una enfermedad incomprensible que le impedía observar la luna desde los caminos de la urbanización. Lamenté su enfado y lamenté que mi tendón perineo tuviera más de cuarenta años de antigüedad, músculos viejos que no me dejan ver la luna ni escuchar el paso del último cercanías o los bufidos del camión de la basura llevándose los restos de la fiesta como cada noche.
Hoy me he levantado y ya no me dolía tanto al apoyar el pie, se lo he dicho a mi hija y su cara ha dejado ver un trozo de felicidad tan grande como la luna que vimos el otro día.

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