10/9/09

Mi oficina da a un patio blanco. Me gusta cuando a media mañana empieza a oler a algún guiso. En donde trabajaba antes no había patios ni gente que cocinara nada a media mañana. Aquí hay ventanas y ropa tendida y unas líneas que traza el sol con una regla y que pega a las paredes cambiando de inclinación a lo largo del día; también hay un contrapeso de ascensor que sube y baja, las pesas están oxidadas y daría lo que fuera por saber exactamente cuántas veces ha bajado y subido a lo largo del tiempo. En el primer piso están de reformas, una cuadrilla de rumanos manipula herramientas y cosas que hacen mucho ruido, a mediodía algunos se tumban a descansar y les veo por la ventana, muy quietos mirando al techo, intentando averiguar en qué consiste todo: su vida, los golpes que dan con sus mazas, la luz de final de verano que se cuela por el patio; me gustaría hacer como ellos, tumbarme a pensar en qué consiste la vida y todo esto, por qué hacemos lo que hacemos y a dónde pretendemos llegar. Mientras, las líneas de la sombra van cambiando, se van apoderando de rejas y humedades, de cables viejos y tuberías que hacen ruido, un ruido espiritual por el que se puede comprobar que todo prosigue su curso. Los rumanos despiertan pronto de su letargo y vuelven con sus ruidos: taladran, clavan, lijan; es bueno que la vida se atenga a estos procedimientos tan físicos. Me gustaría pedirles alguna herramienta para ahuyentar mis tormentas imaginarias en un vaso de agua. Me gustaría producir más ruido. Como os decía, mi nueva oficina da a un patio blanco que parece la garganta de un dios magnánimo que me protege de lo desconocido, en mis anteriores trabajos nunca tuve algo así.

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