20/8/09

Una enredadera de hiedra sobre la fachada de un chalet adosado color salmón muy cerca de la playa. La enredadera trepa por la vertical del edificio respetando la existencia de una ventana cuadrangular, no muy grande, que permanece abierta a la hora de la siesta. La luz cae entre las hojas y rebota en la pintura salmón, la sombra traza una diagonal que, si uno dispone de paciencia, podrá ver avanzar con la sutileza de una interminable escala de piano.
¿Qué pasa con la enredadera? ¿Por qué está aquí hoy?
La culpa la tiene Cortázar y sus Papeles Inesperados. En un pequeño discurso que pronunció a unos recién licenciados maestros les instaba a tener una noción mucho más ambiciosa de la “cultura” que la que simplemente pasa por acumular datos: fechas, principios, escuelas, tratados, teorías, generaciones, bibliografías…
En su discurso, fechado en 1938 (¿), defiende que la cultura es un proceso mucho más amplio, algo que se alcanza con el tiempo y en el que se reúne sensibilidad, estética, ética y verdad; es decir, todo lo que tiene dentro el ser humano (tenemos) y que hay que sacar a la luz para ponerlo en práctica. ¿Y las enredaderas? Ellas me recordaron la emoción de la belleza, de una belleza simple y poco ambiciosa que se conforma con que un ser mortal cualquiera la contemple a la hora de la siesta y que su visión le reconcilie con el mundo. Sólo es una colección de hojas que cubren una pared pero dentro de mí han abierto las puertas de un palacio desconocido.

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