20/8/09

La cordialidad es un postre recomendado en la carta, una crema dulzona que se extiende por el plato de tu vida y te pregunta cómo estás. La cordialidad baja con su sombrilla a la playa y te dice hola con la mano aunque estés lejos y ese día no te apetezca saludar a nadie. Ella es así. Usa cortaúñas de esos de propaganda y mira por la ventana con un optimismo desproporcionado, como si al inflar de aire los pulmones pensase que está pasando algo extraordinario. El verano es un invento de la cordialidad; otros inventos asociados a ella son el limón granizado con pajita y los puestos de pulseras con un señor argentino que se esfuerza en sonreír a los niños que manosean el género. El argentino lleva viniendo más de quince años a la misma playa, al mismo dibujo redondeado de baldosas del paseo marítimo y quizá sea un embajador extraoficial del país de la cordialidad.
Cuando cierras los ojos por la noche y sólo las motos de baja cilindrada de los adolescentes rompen el silencio natural es cuando haces el recuento de la cordialidad del día. Desde la panadera hasta el argentino de las pulseras han pasado muchos protagonistas en el desfile; te han arrojado caramelos bajos en azúcar y confeti, te han felicitado por ser su persona un millón en algo y te han demostrado que la verdadera felicidad es arrojarse sin pudor a las entrañas de otro ser para desatascar sus tuberías emocionales. Después, para que puedas dormir, la cordialidad cierra la puerta de la terraza o la ventana o baja un poco la persiana y el rugido de los ciclomotores se esparce en la lejanía de la noche como una extraña crema para después del sol.

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