20/8/09

Son casi las siete y media de la tarde de un día del que juro por lo más sagrado no conocer ni su nombre ni su número. Por la tele oigo un capítulo de las Winx que mi hija está viendo.
-Puedes contar con nosotras –dice una voz de doblaje que imita la de una niña-
Después suena una ráfaga de música para marcar algo que va a pasar. Otra voz grita “socorro”, la música se enfatiza. Me asomo al salón y veo a mi hija pegada a la tele. En estos momentos se creerá que es una de esas heroínas de largas y delgadas piernas de dibujos animados. El verano es esto. No conviene pedirle mucho más. Recuerdo mis siete años y otras músicas y otras voces que se parecían mucho a las que ahora escucho. Diálogos que se colaban por el patio de alguna casa, que salían a presión por una ventana, un corredor o una terraza cercana al mar. Eso es el verano. Que abandonen la sala los que piensan que puede ser otra cosa.
-Caretas mágicas de plasma, rápido –dice ahora otra voz.
Me gusta que mi hija se envenene dulcemente con estas cosas: son necesarias. Quizá dentro de treinta años recuerde esta tarde sin nombre ni número y resuenen en su cabeza las voces de sus Winx llevadas en la barcaza de su memoria con remos lentos y cánticos acompasados.
-Demasiado tarde, amigas –dice otra voz o la misma de antes, quién podría saberlo-.
Pensaba escribir de otra cosa pero el hechizo mágico me ha atrapado hacia otro lado. Me pondré mi careta de plasma y fingiré normalidad. ¿Qué otra cosa se puede hacer a las siete y media de la tarde de un día de verano?

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