20/8/09

Bañarse de noche en una piscina iluminada no representa gran cosa cuando ya has cumplido cuarenta años. Se supone que ya ha habido muchas noches y muchas piscinas iluminadas anteriormente y seguro que en esas ocasiones la excepción hizo su minucioso trabajo anotando y anotando las sensaciones para almacenarlas en forma de recuerdo con una etiqueta dorada en la que cada uno escribe lo que le parece. Es lo malo. Al final se vive más de recuerdos que de lo que pasa a cada instante. Bañarse de noche en una piscina iluminada debería representar siempre un pequeño milagro, independientemente de la edad. Yo me bañé el otro día con mi hija, era de noche, la piscina estaba iluminada con cinco focos que enfatizaban agradablemente su forma de riñón y tuve muchas ganas de que aquella experiencia alcanzase la potencia vital que en la cabeza de mi hija estaba obrándose. Me esforcé, la verdad. Hice un comentario tierno y divertido sobre una luna casi llena y de cara anaranjada que estaba sobre nuestra cabezas. Los ojos de mi hija estaban ya en la patria de la fascinación y sentí envidia, una envidia de animal viejo que ve alejarse el carrito de los milagros. “Señorita, tomaré uno, no se vaya, se lo ruego”. Al salir del agua sentimos frío y corrimos a por las toallas. Nos envolvimos con ellas y dejamos cada uno la vista clavada en aquella luna veraniega, supuestamente hermosa y única. Nunca he sido un fan de la luna, me molestan los tópicos y creo que ella lo es, uno de piedra que insiste en forzarnos al romanticismo más pegajoso en las noches de verano. Mi hija (obvio) aguantó más la mirada, incluso sentí que su respiración se hacía más y más sigilosa, como si no quisiera fulminar el hechizo de lo que estaba pasando. Yo preferí mirarme los pies, las gotas de agua que caían entre ellos y la hierba, un bombardeo que insistía de nuevo en hacer poesía a horas tan avanzadas. En fin.

No hay comentarios :