20/8/09

No sé por qué hoy me he acordado de un verano de hace muchos años en Berlín. Fue un Agosto raro, algo inusual para mi costumbre de otros decorados más luminosos. Caminaba por esa ciudad como en un otoño adelantado, miraba todo maravillado y descolocado y ahora, pasado el tiempo, agradezco que fuera así. Una tarde, unos amigos que vivían allí nos llevaron a ver un campo de concentración convertido en museo; estaba cerca, no llegaba a media hora en su sólido utilitario que parecía un poco tanque de la paz por el simple hecho de ser alemán. Cuando aparcamos empecé a sentir extrañas vibraciones, ondas que venían de un tiempo no muy lejano y me esperaban exactamente allí para golpearme con fuerza. El recorrido fue silencioso, no cabía esperar otra cosa, no había palabras capaces de salir de nuestras bocas y aparentar que aquello nos era ajeno. Estábamos en las tripas del infierno, solo que alguien había apagado las llamas; pero el resto seguía allí, los botes de cristal llenos de piezas dentales humanas, las tulipas hechas de piel humana, los zapatos amontonados en sus diferentes tamaños: los había de niños con un color que al principio de todo fue blanco, zapatos gastados, vejados, arrancados de cuajo de sus dueños. Luego entramos en los barracones, las filas de camastros suspendidos en el aire gracias a un desconcertante milagro de la carpintería, los aseos (estúpida palabra que parece pertenecer a otro mundo aquí), la enfermería (o más bien laboratorio de pruebas humanas fuera de toda jurisdicción de la dignidad humana), el patio, las torres desde las que las ametralladoras ayudaban a acabar con la vida de los que cruzaban una línea marcada en el suelo.
Pasadas dos horas de respirar despacio y no mirarnos a la cara, de leer breves explicaciones de para qué servía tal o cual cosa, de arrastrar los pies como quien arrastra su alma por el averno, después de todo eso nos dirigimos a la salida y como pudimos nos metimos en el coche y no hablamos ni quisimos ni pudimos comer en lo que quedó de día. Aquella noche tampoco fue fácil dormir. A eso de las dos de la mañana decidimos salir a tomar algo y sólo así (y gracias al mucho alcohol que tomamos) pudimos pasar la página: con rabia, con miedo, con asco. Nunca antes nos había dado tanta vergüenza compartir género con personas que fueron capaces de imaginar –y digo sólo imaginar- algo así.
Ahora sé por qué he recordado hoy todo esto. En la visita del campo pude ver una fotografía de una familia judía recién llegada al campo: padre, madre y dos hijas pequeñas; los padres mostraban ya el asomo del terror en su mirada pero para las niñas era (supongo) un día de excursión, una aventura inesperada. Cuando vi esa fotografía yo no tenía mujer ni hijas. Hoy, ese padre de la foto podría ser yo y, de hecho, creo que lo soy y lo somos todos, y esas dos hijas también son las mías. Lo que diferencia el horror real del de una mala película de terror es que el primero te puede ocurrir a ti.

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