31/8/09

Quizá la muerte sólo sea eso, dormirse con las manos sobre el pecho en un vagón de metro mientras viajamos de una estación a otra y no las imágenes cien veces concebidas por las películas o las novelas que tienden a mostrarla como un momento decisivo en el que siempre sobra tiempo para decir adiós. Prefiero quedarme con el primer escenario.
Todo esto lo pensaba esta mañana cuando venía a trabajar y por el camino vi la escena de la mujer mayor, gruesa y casi santa (por su aspecto) que viajaba traspuesta con las manos apoyadas en una zona indeterminada entre su pecho y su regazo. Llevaba unas gafas doradas y mínimas en relación a su volumen corporal, su expresión era tranquila, le rodeaba una paz itinerante, un campanilleo circular de algo que crece con la edad y un buen día nos acompaña siempre, una de esas sensaciones que raras veces se ven en un transporte público. Creo que se trataba de un simulacro de la muerte, una teatralización de algo que podía suceder en un futuro próximo; la muerte propone estos ejercicios a los que se encuentran cerca de ella: las manos que reposan por encima del volcán respiratorio, la expresión de cuentas saldadas, los párpados fuertemente caídos. Fue inevitable que recordara a Pessoa y esos versos que hablaban de que hay que entrar en la muerte como en tu propia casa, con esa laxitud asumida de no temer sucesos inesperados, de saber que encontraremos cosas familiares, lámparas que nos iluminaron en la infancia, pasillos cuyos olores reconoceríamos en cualquier lugar. Pessoa se quedaría dormido muchas veces como lo hacía la señora del metro, sus manos resbalándose del pecho al estómago, viajando sobre las zonas más vitales o tal vez despidiéndose de ellas.
Cuando llegué a mi estación preferí no volver a mirarla, cuando las puertas se abrieron salí y ya está; atrás quedó la muerte y sus ejercicios preparatorios, ese vagón no era el mío todavía.

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