30/8/09

Me gustan las anotaciones que hace el verano en los muros o en las fachadas de algunos edificios, son cosas que no quiere olvidar de un año a otro. Mide, por ejemplo, la altura de un niño que pasa por delante o la facilidad que tiene la gente para ponerse seria cuando camina sola. Seguro que el verano tiene montones de blocs en su casa, apilados, quemados por el sol, dispuestos a no abrirse nunca jamás a pesar de la curiosidad que trae el aburrimiento en invierno. Cuando estoy dentro de casa me siento observado por él, sé que está en el filo de una sombra muy recta, al otro lado de mi casa. sabe que no tengo ninguna intención de salir a verle ni llevarle un ridículo plato con galletas y agua. Me espera como se espera a una novia, dando paseitos ensimismados, con las manos en los bolsillos o anudadas a la espalda. Puto verano, se las sabe largas. Aquí dentro estoy mejor, tengo un ventilador y una serie de convicciones profundas que me ponen a salvo. Que se las arregle él con sus perros y sus aspersores, con sus canículas y sus fiestas patronales, con sus bicicletas oxidadas a la orilla de un campo de girasoles, con esas cosas que le gusta promover. Yo estoy a la sombra de esta edificación convencional, harto de sus tejemanejes, deseando que pase el tiempo y deje de sudar.
Sin embargo me gusta ver sus anotaciones, su colección de señales que espolvorea por la ciudad buscando cómplices o asentimiento. El verano necesita afirmarse, por eso busca y ordena legiones de seguidores que sean capaces de arrastrarse por él. Sus anotaciones sí, esas no me importa verlas o incluso recibirlas por mail y luego abrir una carpeta para que el año próximo sepa qué cosas han cambiado, qué niños han crecido, que tormentas devastaron qué castillos imaginarios y, sobre todo, tener una prueba arqueológica del paso del tiempo, de no ser así llega un momento en que no me creo nada.

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