17/7/09

Los girasoles sabían que era verano; que además fuera el de 1973 no parecía importarles demasiado. El coche era un pequeño error blanco en medio de aquel mar de pétalos amarillos. Mi madre, con los brazos cruzados y la mirada atrapada en el horizonte de flores, jugaba a seguir con su cabeza el movimiento del sol: un girasol más con un vestido blanco.
-¿Ya está? –dijo mientras me subía la cremallera del pantalón.
El pequeño error blanco se puso de nuevo en marcha trazando una línea majestuosa en medio del verano. Desde la parte de atrás del coche observaba las manos de mi padre manteniendo la dirección con unos leves movimientos del volante. Sus manos decían: “Para ir recto por la vida tienes que hacer pequeñas concesiones. No lo olvides nunca”.
-Mamá, quiero pescar, me lo has prometido –le dije tocando su hombro.
-No pienso parar otra vez –dijo mi padre cortando la conversación-. Además, no se pescan peces con alcayatas, hijo, es una estupidez.
Los girasoles seguían pasando por mi ventanilla. Parecían olas que se acercaban y se alejaban. Hubiera jurado que acabarían metiéndose en el coche. Empecé a llorar en silencio mientras pasaba el dedo índice arriba y abajo por el palo que hacía de caña de pescar. En la otra mano sujetaba la alcayata que iba a hacer de anzuelo. Los cebos descansaban a mi lado, en una bolsa de plástico: eran galletas. Pensaba que a los peces les gustarían. Lo que no sabía es cómo hacer que las galletas se engancharan en la alcayata. Imaginaba el hilo sujetando la alcayata bajo el agua. La corriente del río gobernando su movimiento al azar. Los trozos de galleta, inútiles, sumergiéndose lentamente.
Tras una curva apareció el cauce de un río medio seco.
-Para, por favor –dijo mi madre.
Mi padre apretó con fuerza las manos al volante. La sangre bajo su piel dejó de circular por unos instantes dejando el anverso de sus manos en una palidez que anunciaba tormenta.
-Sólo será un momento, no seas así –intentó suavizar mi madre mientras abría la puerta.
Bajamos un pequeño terraplén. La mano de mi madre iba posada sobre mi cabeza. Un aeroplano de carne amable. Podía sentir su calor como otro sol más en medio del verano. Tenía mi caña, el hilo, la alcayata y una bolsa de galletas. Mi madre, al lado, con su vestido blanco ondulándose en medio del silencio que las cigarras adornaban para nosotros con sus extraños crujidos.
Estaba pasando algo. Sentí el estremecimiento que anticipa ciertos hechos especiales; la tensión de un arco invisible, alojado en el estómago, que determina la importancia de nuestras experiencias. Pequeñas concesiones que aún no sabía calibrar. Una ceremonia para agradecer al dios de la inutilidad los dones que nos prodigaba. “Gracias por todo lo que acabamos de recibir -debí susurrar sosteniendo mi caña-, por todo lo que engrandece nuestras vidas”.
Miré a mi madre al cabo de un rato. Ella descolgó con cuidado la palabra gracias que sostenían mis ojos y la guardó para siempre en uno de sus bolsillos.
A lo lejos, los girasoles continuaban girando.

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