24/7/09

Los dueños de ferreterías son personas tristes. Debe ser la cantidad de hierro con la que conviven en tan poco espacio, el metal genera ondas que van directamente al interior del alma y se alojan allí para siempre. El dueño de una ferretería -cuando entras con una pieza que sacas del bolsillo y se la muestras con la esperanza de que tenga otra igual- te mira desde otro mundo, uno de seres deformes que viven enjaulados en los sótanos de su conciencia y que se alimentan de arandelas oxidadas que nadie compró.
Frente al mostrador de una ferretería te sientes desnudo, eres un cuerpo indefenso que sostiene un trozo de metal en la mano expuesto a la visión de rayos x de un tipo ensimismado en su tristeza. Si te fijas en las estanterías de la tienda puedes ver todas las regiones de un país antiguo que existía mucho antes de que nacieras: manivelas, picaportes, pasadores, tuercas, brocas, clavos de madera, pulidores, discos de sierra, bisagras, cinceles. Tu vista viaja por las pesadas costas que se elevan hasta el techo creando un mundo en el que te gustaría vivir para siempre.
El ferretero, desde su atalaya triste, envuelve tu pieza en un papel tan fino que puedes ver el reflejo de la luz de neón en la superficie metálica de tu compra. Sientes un extraño escalofrío, algo que recorre tu espinazo, un resto de electricidad que se te ha colado en la carne y que demuestra tu verticalidad de cuerpo plantado delante de un mostrador con unas monedas en la mano. Una vez satisfecho el pago abandonas la ferretería, abandonas su atmósfera y recuperas la tuya, es un cambio brusco, un golpe violento en la sangre que te devuelve a tu vida conocida, a la de antes de entrar allí.

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