25/7/09

En vez de hacer visera con la mano para quitarse el sol y poder ver el panel luminoso que avisa de la llegada de un nuevo tren, cerró el puño a la altura de su frente y por un momento se creyó un general romano saludando a sus legiones en el andén. Sus soldados eran varias ecuatorianas con bolsas de H&M, un ejecutivo que paseaba mirándose muy pensativo los zapatos, varios adolescentes que se empujaban unos a otros riendo y una señora ya mayor que parecía hablar sola.
Cuando alcanzó la sombra bajó el brazo y destensó la mano derecha, que cayó muerta a su posición habitual. En la mano izquierda llevaba una bolsa que contenía cuatro sobres al vacío de embutidos, dos de chorizo y dos de salchichón, y un paquete de pan tostado marca Eroski. Pensó por un momento si los generales romanos iban por la calle con bolsas de la compra o si se protegían del sol alzando el puño a la altura de los ojos simulando un saludo militar improvisado: salve, mes de julio, los embutidos te saludan. El panel luminoso indicó que en un minuto llegaría el tren; las menguadas legiones subirían y el andén quedaría abandonado al sofocante empeño del sol en traspasar el cemento y llegar hasta el núcleo mismo de la ciudad, ese lugar cerrado con llave en el que están escritas las fechas de todas las muertes. Roma volvía a vencer. Los gatos que cruzaban las vías como el que camina por el pasillo de su casa lo sabían; las palomas que se posaban en el tendido eléctrico lo sabían; incluso las que parecían pelear o cortejarse en los huecos del muro de piedra de la estación con sus desagradables revoloteos y gorjeos, negando así el símbolo de paz que representan, también lo sabían.

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