23/7/09

El azar tiene sus propias reglas, lo puedes sentir cuando doblas una esquina y la vida empieza de nuevo sin que te des cuenta; se trata de eso, de que no te des cuenta cuando saca sigiloso su caja de herramientas y comienza a atornillar nuevas placas identificativas a lo largo de tu camino, señales engañosas que prometen atajos y sólo darán abismos, tuberías doradas que se conectan con tu pasado y hacen fluir líquidos conocidos pero con la densidad cambiada. El azar te disfraza de payaso a la mínima ocasión, le gusta ese juego, los zapatones y ver tu cara de rabia intentando descubrir dónde estás mientras te lías a manotazos con cualquiera en un paso de peatones o en la cola del supermercado, sabe que lo haces porque siempre serás un niño rabioso, un alma perdida en la sala de embarque de las pesadillas.
El azar tritura tus cosas, no discierne entre basura y tesoros; se sienta en medio de tu salón con su bolsa de plástico y empieza a descuartizar tu colección de esquemas, y se ríe al hacerlo, se ríe de tu cara de pena al ver tus queridos esquemas heridos de muerte sobre una alfombra. El azar no perdona, cuanto más llores más volteretas dará; su alegría es proporcional a tu desgracia: convendría no olvidarlo nunca.

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