22/7/09

Con Alba la piscina se llena de sirenas envidiosas. Pasa todos los veranos. Una niña de siete años como ella no puede pasar desapercibida. Sé que el socorrista hace lo que puede con su cazamariposas de kilométrico mango que utiliza para recuperar tesoros submarinos que otros niños dejan olvidados en el fondo de teselas azules; pero Alba es diferente, cuando salta al agua se despiertan las bellas criaturas que duermen metidas en conchas para protegerse del cloro y de las miradas de los oficinistas de Mapfre cuyos despachos dan a esa parte de la piscina. Cuando Alba salta al agua, el tiempo da a la tecla de velocidad lenta y, si te fijas bien, comienzas a escuchar música de xilófonos que proviene del interior de las conchas. Es lo mismo de todos los veranos pero casi nadie se da cuenta, casi nadie advierte estos hechos porque los vecinos de mi casa bajan a la piscina con best sellers que compran en las gasolineras y no levantan la vista del libro nada más que para calcular el movimiento de la sombra que les protege.
Una vez en el agua, Alba juega con las sirenas y convierte su envidia en un baile al que todas acaban sumándose hechizadas. Yo permanezco en el borde, muy quieto, con miedo a que me descubran como ese espectador insidioso que destripa la magia con su mirada incrédula. Me quedo muy quieto, con ansia de ser una estatua que decore el escenario y no perturbe la coreografía. El socorrista me mira intrigado desde sus enormes gafas de sol, con el cazamariposas en la mano y sin saber muy bien qué hacer. Nadie le habló de las sirenas de la urbanización y desconoce el protocolo a seguir; sin embargo, cuando mira a Alba siente un arrebato extraño, una maraña de luces que le llega hasta las tripas y hace que su respiración se convierta en un animal cauto, como una ardilla olisqueando un diamante en medio del bosque.

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