21/7/09

Ayer comí con un amigo y hablamos del paso del tiempo. Los dos escribimos, los dos pensamos parecido en muchas cosas. Él se acaba de rapar la cabeza casi al cero. Mientras comíamos y le miraba no conseguía hacerme a la idea de que era él. Sentí una incomodidad ridícula durante parte del primer plato; quizá mi amigo se dio cuenta pero no podía hacer nada, no podía sacar su antiguo pelo del bolsillo y ponérselo sobre la cabeza para que me sintiera cómodo.
Lo que decía: hablamos del tiempo, de su paso, de las sombras que provoca y arrastra, de los cambios y de las resacas que deja tras de si.
Mi amigo tiene algunos años menos que yo y ya intuye un cambio; intuir cambios es algo humano, supongo que viene dado en nuestra memoria genética, algo que nadie nos cuenta pero que sentimos llegar. El cuerpo emite sus señales: los primeros pelos blancos en la cabeza, las primeras arrugas alrededor de los ojos, la mirada pierde brillo, sensaciones musculares más propias de un piano desafinado que de una persona. Luego están las otras señales, las que no se ven; de esas hablamos mientras mi vista se intentaba acostumbrar a su nuevo peinado (o ausencia de pelo). Cada uno de nosotros dijo las citas sobre la vejez y el paso del tiempo que creyó conveniente. Los dos conocíamos las del otro, como en una partida de cartas amañada; quizá sea esa la metáfora más realista de la amistad: una partida de cartas marcadas que persigue la felicidad del contrario, su paz, que se sienta bien por un rato pensando que no existen reglas en el universo.
La próxima vez que vea a mi amigo quizá no sienta malestar o incomodidad por su pelo; mi memoria ya tendrá unas cuantas fotos suyas para ubicarle, para representarle mientras come una ensalada mixta o levanta una mano o hace silencios prolongados (como le gusta hacer) para provocar interés en su discurso.
Y mientras tanto seguirá pasando el tiempo para los dos, sin concesiones: a ese no hay quien le gane a las cartas.

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