29/7/09

La vanidad es un cuchillo. Digamos que el cuchillo tiene voluntad propia y actúa cuando quiere. Te puede pillar en un plató de televisión o viajando en un vagón de metro lleno de gente. El cuchillo te toca en el hombro primero para avisar (una señal anticuada de cortesía o una reminiscencia de etiqueta, qué más da) y después hace su trabajo, va cortando, muy despacio, casi no te das cuenta. Cuando sales del plató o del vagón no sientes nada, crees que tu cuerpo y tu alma están íntegras pero no es así, te falta algo, un trozo de ti que se quedó atrás, tirado.
Al cabo de un tiempo te miras al espejo en un centro comercial, de refilón, y notas algo raro: te ves más pequeño, te falta algo que no sabrías definir. Un día, al atarte los zapatos, descubres que te falta un trozo de pierna, y no es una mutilación terrorífica ni hay sangre ni señales de amputación, sólo es que te falta un trozo de pierna. Al final del proceso sólo eres una sombra que camina por la calle, un órgano desmembrado o una articulación que remueve el azúcar de un café en el bar de siempre y que rememora lo que fuiste un día, la gloria miniaturizada en el escaparate del tiempo; entonces, al hacerlo, el cuchillo vuelve a acercarse a ti y realiza su último trabajo: ya no queda nada, sólo un café que sigue girando lentamente dentro de una taza.

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