los días del mundo

El aburrimiento es meter hormigas en un vaso mientras estás en la terraza de un apartamento de playa y tienes cuatro o cinco años. El aburrimiento es necesario para crecer, porque te abre la puerta del mundo que hay en tu cabeza y para eso necesitas mucha concentración y que pasen pocas cosas fuera. Lo que pasaba fuera era el mar a unos cien metros, justo subiendo la calle que durante la hora de la siesta se convertía en un secarral en el que la luz de levante se cocía lenta mientras yo, con la mirada, le daba vueltas de vez en cuando. Al final de la calle se veía un trozo de bandera que siempre era verde y que se movía con rabia entre los dos tonos de azul dominantes.

El aburrimiento es mirar las hormigas dentro del vaso mientras tu mano lo tapa para que no escapen y tu cara ensaya los primeros gestos de crueldad que luego, con los años, se repetirían o dulcificarían dependiendo de lo que hubiera dentro. Aburrirse era la llave. La lejanía de los adultos, la quietud de la terraza y lo que se veía más allá, el ritmo pastoso de un Agosto cualquiera que proponía sonidos interiores que nacían por dentro de los oídos y se ramificaban como árboles exóticos que aparecían cuando cerraba los ojos.

Aburrirse y escuchar todo eso y tener paciencia para repetirlo a diario o a cualquier hora o con cualquier excusa; también por la noche, después de la cena y ya sin vaso de hormigas, sólo con unas constelaciones abultadas que le nacían al cielo por encima de la barandilla de la terraza. Justo al lado, unas luces verdes, de los jardines de un hotel, y un grupo de música (quizá cinco hombres con trajes blancos) que tocaban unas canciones que me perseguían hasta la cama. Mi madre apagaba la luz y la música seguía sonando y ella desaparecía de la habitación dejándose llevar por la música y ensayando algo parecido a un paso de baile que la alejaba llevando a su sombra de la mano. Cuando todo volvía al silencio, regresaba mi aburrimiento con las maletas llenas, los pies deshechos y nuevas historias que inventar.