13/7/09

El lector trabaja en un despacho pequeño que da a un patio. Nada más llegar cada mañana conecta el ordenador y respira hondo; mientras la máquina se pone en marcha, el lector fija su vista en el contrapeso del ascensor que sube y baja por la pared del patio y en la luz que viene de arriba (donde todos aseguran que está el cielo) y marca una línea perfecta que atraviesa ventanas y cañerías. El lector teclea as punto com y aparece la portada. Cristiano Ronaldo abre los brazos y sonríe con la seguridad que dan nueve millones netos al año. Al fondo, desenfocado, aparece el rostro ampliado de Don Alfredo en un cartel decorativo del evento, con una medio sonrisa que dice mucho. Don Alfredo es un testigo mudo que ha viajado en el tiempo para estar allí y ver al crack portugués en su fiesta de coronación. El lector imagina su propio rostro en esa fotografía, su medio sonrisa, su envidia insana al contemplar la espalda de un dios mediático que gana más dinero del que él sería capaz de ganar en cincuenta vidas consecutivas. El lector piensa que la vida es injusta y que por eso se inventó el fútbol: para mitigar dolores o para soñar que hay otras vidas posibles lejos de la de cada uno. El lector coge maquinalmente su taza de café y se la lleva a los labios, el líquido está frío, ¿tomará Cristiano Ronaldo café en una taza de oro? ¿se lo hará traer de un cafetal exclusivo de la selva boliviana que sólo produce para él?
El lector sigue leyendo. El lector navega por las noticias y al hacerlo se siente invadido de algo muy parecido a la felicidad de saber que el fútbol es un invento medicinal, una droga social que cauteriza el entendimiento y logra que el tiempo pase sin que nos demos cuenta.

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