8/7/09

Aupamos a los niños para que vean los trenes y al hacerlo esperamos que en su cabeza guarden para siempre el recuerdo de la mole acercándose, el color blanco surcado de una línea roja o azul que se acerca bajo el cielo e intimida a su paso. Les levantamos en brazos y ellos ponen cara de que va a pasar algo grande, de que han venido al mundo a ver exactamente eso y por eso les levantan en vilo y ellos mueven la cabeza despacio acompañando al hierro prolongado que rompe el campo o la línea de edificios o la serenidad de un horizonte quemado.
Los padres que hacen este tipo de cosas con sus hijos no esperan reconocimiento; sólo es un acto aprendido que viaja en el tiempo, algo cuyas raíces llegan hasta el centro de un mundo habitado por sensaciones antiguas, allí viven los trenes que pasan, la nieve que cae, las manos que recorren alfombras repletas de arabescos, el sonido de los timbres, el tacto de las ramas de los geranios, el olor del vino, la siesta, las sombras de una lámpara de araña sobre el techo en verano, el color de los girasoles vistos desde un coche utilitario blanco, las mañanas de los domingos, el humo de un cigarro negro que se dispersa en una sala y una bolsa de lona roja que unas manos de mujer dejaban siempre sobre la arena de alguna playa.

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