28/6/09

Me produce una sensación rara mirar los libros en la librería del salón. Están allí, obedientes y olvidados. Yo no los he ordenado, lo juro; ellos van alcanzando un orden propio, intuyo que pactado entre ellos bajo el criterio de la importancia o la antigüedad. Homero es el que siempre gana y el que menos necesita hablar; sus libros callan cuando llega un autor americano de cierto éxito al que busco acomodo en algún estante. Homero simplemente entorna los ojos pensando en el tiempo de eternidad que le aguarda al recién llegado, prediciendo una vejez acelerada de páginas amarillentas y olvido.
Los libros que comparten una librería acaban adoptando formas sociales como las personas, acaban desarrollando leyes y tiranías que los nuevos tienen que aceptar. Los realistas americanos de este siglo suelen ser muy considerados, nunca les oirás una voz más alta que otra ni su actitud dejará duda de su espíritu democrático. Son los que cada año celebran que están juntos y que la vida es un acontecimiento digno de ser contado.
A los poetas los tengo separados del resto; fueron ellos los que así lo pidieron; dispuse que el Buda dorado que nos regaló Montse hiciera de custodio o agente de seguridad para que nadie pudiera molestarlos. Los poetas necesitan otras leyes, de nada les vale la verticalidad sumisa de los otros, de nada el apilamiento por tamaños o tonos cromáticos de sus lomos. Ellos lo saben, yo lo sé: no hay más que hablar.
A pesar de todo, así, a cierta distancia me sigue resultando raro contemplar mis libros. ¿Qué esperan de mí? ¿Debería tocarles más a menudo, abrir sus páginas para que supieran que les sigo teniendo en cuenta? Qué difíciles son estas relaciones. Además, ¿qué ocurrirá cuando pasen los años y mis hijas crezcan y empiecen a desguazar mi biblioteca riéndose por dentro de las estupideces trasnochadas que leía su padre? Cuando muera mis libros se desperdigarán: algunos irán a la basura, otros cambiarán de librería, serán separados, dormirán en cajas de cartón una buena temporada en el silencio inquietante de un trastero o algún armario. Supongo que cuando yo no esté ya aquí, mis poetas se verán obligados a compartir espacio con los otros, quizá con novelas de peor condición, títulos que yo ya no habré comprado.
Por eso ahora es importante que les mire, a todos, aquí; porque todavía no he muerto y estamos todos juntos. Amén.

No hay comentarios :