Sé que no es fútbol. Tampoco se puede decir que sea un juego educativo para niñas. Sólo es un padre gritando en un pasillo, un hombre de cuarenta y dos años jugando a ser un Sísifo enloquecido, un dios menor que proclama su furia de andar por casa. Mis hijas ríen cada vez más y lanzan con más fuerza la pelota esperando que el hombre de hierro se enfade aún más o sea incapaz de parar los disparos.
Hace treinta años hubiera sido incapaz de imaginarme así, por eso sé que lo que hago está bien hecho. No quiero que pase el tiempo, no quiero dejar de ver los rostros encendidos de mis hijas que, desde el otro extremo del pasillo, se van formando una imagen de su padre alejada de todo lo que yo no quería ser para ellas. El hombre de hierro gana y levanta los brazos en el pasillo de un piso de ciento treinta y tres metros cuadrados útiles al noroeste de una ciudad cualquiera.
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