22/3/09

El hombre de hierro apoya los brazos en las paredes del pasillo y grita como han gritado siempre los malvados. Mis hijas ríen. Hago como que quiero ensanchar el pasillo, cuanta más fuerza hago más grito y los músculos de mi cara más se contraen fingiendo ira, la ira del hombre de hierro. Mientras, mis hijas me lanzan con el pie una pelota de hadas que ya está muy vieja; la película de plástico que la cubría se encuentra despellejada haciendo islas que dejan ver los dibujos descoloridos de Campanilla en diferentes poses; su figura presenta rozaduras y manchas indescifrables que no afectan al brillo de su sonrisa. 
Sé que no es fútbol. Tampoco se puede decir que sea un juego educativo para niñas. Sólo es un padre gritando en un pasillo, un hombre de cuarenta y dos años jugando a ser un Sísifo enloquecido, un dios menor que proclama su furia de andar por casa. Mis hijas ríen cada vez más y lanzan con más fuerza la pelota esperando que el hombre de hierro se enfade aún más o sea incapaz de parar los disparos. 
Hace treinta años hubiera sido incapaz de imaginarme así, por eso sé que lo que hago está bien hecho. No quiero que pase el tiempo, no quiero dejar de ver los rostros encendidos de mis hijas que, desde el otro extremo del pasillo, se van formando una imagen de su padre alejada de todo lo que yo no quería ser para ellas. El hombre de hierro gana y levanta los brazos en el pasillo de un piso de ciento treinta y tres metros cuadrados útiles al noroeste de una ciudad cualquiera.

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