21/3/09

En la novela que terminé a principios de año -cuyo título saqué de este blog o no sé si fue a la inversa- hablo sobre el tema de la muerte de mi abuelo, aunque entiendo que al hacerlo hablo de todas las muertes (si es que son diferentes y no sólo una y única). Al pasar los meses y releer sin mucha convicción alguna de sus páginas pienso en lo que sé realmente de este tema. ¿Llegamos a saber algo de la muerte mientras estamos vivos? Creo que no. Creo que nuestra opinión se reduce a la del espectador que contempla el agua de una catarata y piensa en su fuerza y en la inmensidad de la naturaleza. Por muchos acercamientos a la idea de la muerte no sabemos nada. Todo se reduce a un fulgor literario o a las creencias religiosas que nos la pintan como un tránsito del que no hay que tener miedo. Lo cierto es que la muerte es el estado natural por excelencia: todo conduce a ella, todo acaba en ella. Siendo así, ¿por qué la escondemos? ¿por qué este estado permanente de consumo y comercialización intenta desviar la mirada y no verla? Un hipermercado es el teórico lugar más alejado de la muerte; la inmediatez de los colores y los productos nos animan a pensar que la vida es algo constante e inacabable, nos dicen que mientras estemos allí y tengamos dinero nada malo nos sucederá. 
Ya no hay nadie (o muy pocos) que observen luto por sus muertos; se considera una costumbre provinciana, una tradición nostálgica muy alejada del espíritu de nuestros días. Sin embargo, la falta de duelo hace que caigamos en un estado de materialización, de deshumanización que nos aleja de lo que somos. 
Puede que la muerte sea negra y que sea además una carga (como esos familiares a los que ya renunciamos a ver) pero sigue siendo la razón que da sentido a todo, incluso a los paseos ensimismados por los pasillos de un hipermercado.

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