13/10/08

En mi estudio hay un mapa mundi, justo detrás de mí. A veces me vuelvo y lo miro: los diferentes tonos de azul, las líneas perpendiculares que lo cuadriculan y hacen del planeta un lugar comprensible, los nombres de los océanos que trazan una ligera curva como mecidos por las corrientes. Relaja ver el mundo así, reducido a una convención gráfica, casi como un tablero de parchís. La Antártida cae justo a la altura de mis ojos. Me gusta recorrer toda la costa antártica con un dedo, me gustaría decir que siento el frío al hacerlo pero no es así, mi sensibilidad no da para tanto. Uno de los nombres que más me gusta de la Antártida es el de "Costa de la Princesa Astrid", imagino un velero de principios de siglo, en él un explorador noruego enamorado en secreto de la princesa; le imagino disfrutando de su amor en la distancia, un perro con un gigantesco hueso helado, deleitándose de los oscuros placeres del amor y la desdicha. ¿Qué mejor escenario para semejante ensimismamiento que la soledad antártica? A veces pienso que voy en su barco. No hablamos. Cada uno tiene un lugar en la cubierta. Nuestras miradas no se cruzan. Cada uno es propietario de una inmensidad de hielo que ningún otro puede profanar. Sobre las paredes de hielo se va tallando el ideal de amor de cada uno. Podríamos recorrer miles de kilómetros construyendo nuestros templos. El aire es tan frío que quema en los pulmones. Las llanuras heladas que apenas dejan ver el cielo son la metáfora perfecta de nuestra dulce desolación. 
Cuando suena el teléfono abandono el barco. Nadie me mira. No hay despedidas. La tripulación sabe que mañana volveré con ellos dispuesto a compartir su grumoso silencio, que ni el graznido de las remotas aves es capaz de romper.

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