16/10/08

El pasado tiene la manía de soltar a sus perros por la noche para que me persigan. “Venga, mordedle el culo a ese infeliz”, les dice desde su mecedora. Después, mientras se mece, se corta las uñas con un cortaúñas de propaganda y se prepara para el espectáculo. Los perros jadean y gruñen avanzando como macarras por los suburbios de mi memoria. Pisan latas oxidadas lanzando bramidos que hacen temblar hasta los filamentos de las bombillas más lejanas. Se podría hacer una canción con todo esto. Quizá todo esto sea ya una canción. Los perros del pasado. Perros en la tormenta. Perros peligrosos en tu cabeza.
Sigamos. Los perros avanzan, el pasado avanza. Siento la precipitación de su musculatura, la aceleración de su paso desobedeciendo cualquier ley natural. Cada bestia representa un día, un calendario, una hora imprecisa, una mancha de petróleo en la cola de un traje de novia, un frío seco en el vientre mientras tu mano sujeta un teléfono, trompicones por un pasillo repitiendo un nombre, la vergüenza de perder sin saber hacerlo.
Ya están cerca. Puedo oler su rabia. ¿Qué se le da a un perro del pasado para que no te muerda? ¿Un hueso del pasado? De esos deben tener una buena colección. Cada noche se llevan uno. Y su dueño sigue cortándose las uñas y riendo entre dientes. Sé lo que piensa, es incapaz de pensar otra cosa: estúpido psicópata monotemático. Decido dejar de correr y abandonarme a mi suerte. La canción se acaba aquí. Suena el último acorde. El pasado se sacude la ropa para quitarse los trozos de uñas. Me mira una vez más, aplaude sarcásticamente y se levanta despacio de su mecedora. A lo lejos, en la línea del horizonte que divide el cielo y la tierra como la red de una pista de tenis empieza a perder hondura la noche.

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