4/5/15
Mirando la grúa amarilla a lo lejos, y con la cabeza apoyada en el puño, parecía un pensador de parque preguntándose qué es la vida, un filósofo que aprovecha el descanso de la comida para divagar igual que lo hacían las flores silvestres que veía mecerse y los tallos de unas espigas verdes muy bajas que a esa distancia podían confundirse con una clase de trigo que nunca daría pan, tan imposible como que mi pensamiento llegase a una conclusión satisfactoria algún día tras tantas contemplaciones en las que le entregaba la victoria al enemigo antes de empezar la batalla. Ni el hombre que paseaba con los dos perros color bizcocho quemado ni los otros que pasaron corriendo con el móvil en un brazalete elástico me dieron pista alguna. A la grúa no se lo podía preguntar porque era un objeto inanimado que también parecía estar aprovechando su hora de descanso, absorta con las cosas del horizonte. Si pudiese vernos, ¿qué pensaría de mí o de los que corren persiguiendo un ideal de armonía o de las flores sin marca que crecen en esta época del año? Ante la falta de respuestas y la sensación de estar llegando al final de mi aventura de agotarlo todo, decidí volver al edificio en que trabajo. De camino pude ver algo que no esperaba, algo que a la ida no me llamó la atención pero que ahora parecía querer decirme algo relacionado con mi pregunta: una mujer sentada en un banco, a la sombra, junto a un bebé dormido, en un parque, un día de diario.
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