4/5/15

El amor dibuja un modelo de realidad. Quizá por ello su ausencia nos haga sentir fuera del mundo, fuera del hecho fundamental de la existencia. Sin él, todo se reduce a cosas, a escenarios por los que nos movemos entre objetos que nos producen una idea lastimosa del tiempo: simple espera, tránsito biológico. Le ponemos adjetivos como las niñas ponen lazos en el pelo de sus muñecas. La experiencia romántica nos dijo que debía ser eterno. La eternidad es un consuelo intelectual que se empaqueta como abono mágico para la tierra del amor, tan oscura, tan perfumada, tan quebradiza ante la insistencia de la mano. Llevamos cientos de años observándonos alegóricamente como campos. Somos temporeros mediocres de una extraña agricultura sentimental, pero heridos del mismo miedo que los que cultivan patatas. Podríamos decir que el amor nos sujeta al mundo con una goma. Suspendidos en el aire sentimos por fin la elasticidad del tiempo. El amor se descompone en hechos, como el mundo, no en palabras. Pero seguimos sin saberlo. Continuamos amando la negación. Preferimos entenderlo como un abanico goyesco que al abrirse produce la ilusión de que nuestra vida puede ser reproducida en una escena festiva de pradera con perros y música antigua, de botellas de vino y relojes parados, disfrutando con indolencia de los truenos que nunca llegarán a inquietarnos porque algo nos dice al oído que sólo son esferas gigantes de piedra descendiendo por montañas lejanas.

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