27/8/15

Cuando no puedo dormir me asomo a la ventana del dormitorio o paseo por casa. Como soy tan poco amante de lo fantástico mis deambulaciones resultan muy anodinas. Todo sería diferente si hubiese sentido más atracción por Lovecraft en algún momento de mi vida. Pero hay lo que hay. El precio por elegir la realidad, o que ella me eligiese un día en su equipo y sólo me consienta desde entonces el auxilio de la luz amarilla de las farolas para mis divagaciones. La noche, cualquier noche, es una invención; una consecuencia cultural de lo que somos. Por eso las mías son salas de espera en las que leer esas revistas que no paran de airear mis errores. Anoche hojeé varias. Siempre lo mismo. Parece que no se cansen de sacar basura. ¿Qué más dará lo que ya pasó? La fe ofrece redención a precios asequibles. O eso dicen. Pero me pasa como con Lovecraft. Estoy condenado a agarrarme a la luz eléctrica, a pensar que es una divinidad de marca blanca, como esas mermeladas de melocotón tan dignas que hace Carrefour. Anoche lo comprobé. Abrí la nevera y cogí el tarro de cristal. La montaña anaranjada se veía humana a la luz blanca: un Edén en medio de las tinieblas. Dioses asequibles, así se podría llamar esta época. Lo que cargué en la cuchara bajó despacio al estómago. El paladar tuvo tiempo de sacar algunas conclusiones, como esos sheriffs de Cormac McCarthy que te palmean la espalda y te dicen: Dios está contigo, muchacho, ahora vuelve a la cama.

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