13/7/15

Ella tenía la cabeza escondida en el pecho de él, que le acariciaba el pelo sin muchas ganas, más en gesto de consuelo que por cariño, como se hace a los niños que no son tuyos para que dejen de hacer lo que estaba haciendo ella: llorar. Un amigo me dijo un día que casi nunca se habla de las historias de amor que suceden a mediodía en hoteles, apartamentos de empresa, coches, mesas de restaurante, bancos de parques. Habían pedido dos cafés. La mujer llevaba un lazo oscuro en el pelo y el hombre una alianza. Cuando se dio la vuelta pude ver sus lágrimas rodando cara abajo. Lo que sentía por dentro sería fuerte, tanto como para no tener el pudor de disimular en público. Si en ese momento hubiese pasado por allí un compositor de baladas country y la hubiese mirado sé que habría hecho una canción que se llamara Las horas centrales del día. Pero los músicos country no van como yo por error un martes a bares para oficinistas con carta de gintonics de importación, y quizá no se fijen en parejas tan normales. Mírame, volviendo sin remedio a mi vida de siempre y tener que verte cada día en las reuniones o cruzarme contigo en el ascensor. Qué hicimos mal. Me decías que podíamos empezar de nuevo, que tu vida conmigo había cambiado. Luego nos vestíamos corriendo. Tú salías primero y luego yo, diez minutos después, sola, maldiciendo por no haberme puesto más perfume para que tu mujer supiera todo. Pero ahora da igual. Somos esos dos cafés que ya no se tomará nadie, líquidos imbebibles, charcos negros de amor.

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