10/5/15

Cuando llegaban estos días, cualquier cosa que me rodeaba parecía encontrarse dentro en un escenario capaz de albergar más metros cúbicos de luz que ahora. Tal condensación implicaba que el aire se mezclaba con el cielo formando bloques nítidos que un cuchillo cortaría sin dificultad, bloques incandescentes de color azul (como si el cielo fuese un postre, un pudin o una crema esmerada hecha por una mujer feliz) que incluían insectos, fuego y la figura de mi abuelo saliendo conmigo del bar El brillante de la plaza de Manuel Becerra, con su Abc doblado bajo el brazo y el olor del vermut aún reciente impregnando su traje, y que muchas veces confundí con su colonia. Si pusiese meter todo eso en una habitación oscura y contemplarlo, estaríamos ante una nueva fuente de energía más abrumadora que el sol, capaz de suministrar una esperanza inagotable a la agricultura del mundo que viene, por no hablar de la alegría simple de hacer como yo y dedicarse a mirarla con esa incredulidad bonachona que produce todo lo que no acaba de ser cierto.

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