7/4/15

Hoy he descubierto que para leer tengo que estar quieto. Antes de salir de casa me sentía feliz con la expectativa de cuatro horas en un tren sin ser interrumpido por nadie. Saliendo de Atocha saqué el iPad y lo dejé sobre la mesa plegable. Madrid iba desapareciendo por la ventanilla y con ella mi sensación de pertenecerle a una ciudad a la que debo rendir cuentas de mi vida. Cuando ya todo era campo y líneas amarillentas que se extendían hacia el horizonte, sentí que no podía leer, que mi cuerpo estaba trasladándose de un lugar a otro y que en esa circunstancia seria como tirar las palabras a la vía, dejarlas allí hasta que apareciera otro que sin moverse las supiera aprovechar. Sé que todo esto puede parecer ridículo, pero me dejó inutilizado para gran parte del viaje. Tuve que conformarme investigando porqué traicionaba con tanta facilidad mis planes y la rapidez con la que me convierto en mi peor enemigo, en el más taimado, en ese que aparece con un lanzallamas en el jardín cuando termina marzo.

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