14/4/15

Hay una función sedante en los tópicos. Cuando leemos, por ejemplo, la descripción de un paisaje en una novela trasnochada, percibimos la voluntad de su autor de ofrecernos una visión piadosa del mundo. Lo malo es que nadie se la pidió ni probablemente la necesite, pero él o ella insisten en ofrecérnosla. ¿Por qué? La razón (creo) estaría en nuestra insaciable necesidad de ser aceptados. Piensan: “Si les digo que la luna oscilaba entre las copas de los árboles creando una perfecta sinfonía nocturna, valorarán esta intención como un regalo, y seré aceptado automáticamente y seguirán leyendo y ya nunca podrán parar porque mi visión del mundo es hipnótica y propone una tregua de la realidad”. Una mentira repetida a lo largo del tiempo crea una nueva categoría moral que no necesita ser juzgada, puesto que su uso se admite como parte de la cortesía que mostramos los unos con los otros. Quizá por eso, cuando leo una de estas descripciones (anticuados sucedáneos de arte, pero más vigentes en la actualidad de lo que nos gustaría) siento lo mismo que cuando después de un dolor prolongado regresa la normalidad: “Yo, naufrago, llegando a una isla llamada Gratitud, que se hundirá en el mar tan pronto como me acostumbre a esta calma”.

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