16/4/15

Ayer me llegó el libro. Había llegado ya muchas veces y mucho antes en mi cabeza y después en esas fotos que me mandaba Sara desde Sevilla y en otras hechas con una cámara extraña y poco fiable que se encarga de anticipar las sensaciones de ciertas cosas. El caso es que lo toqué. Existía. Hojeando sus páginas pensaba en las manos que lo abrirán y los dedos que lo sostendrán en el aire y en los estantes en que vivirán y junto a qué otros, sus vecinos, porque todos los tenemos, hasta los libros sienten cercanía de semejantes, se rozan con ellos, respiran, ven llover juntos por las ventanas o huelen a lo que se cocina en la casa o a recién nacido, y a su manera se alegran o se asustan de los perros que ladran en el pasillo, en el patio, en una plaza, de noche y a lo lejos, y luego se calman escuchando a los pájaros (como nosotros) cuando es época. Los libros. Lo coloqué junto a los otros dos que también llevan mi nombre en la portada y apagué la luz del salón. No le dije buenas noches ni le acaricié el lomo como en las películas malas, demasiado baratas, predecibles y también necesarias, películas que todos hemos visto y que provocan esos tics de cubierta de buque escuela del sentimentalismo: “Deslizando la yema del dedo por el lomo sentiré mi valor y la importancia de mis palabras”, cosas que hacemos y decimos cuando estamos solos, porque la cursilería es la amanerada comprobación de que existimos. Pero no me salió y apagué la luz y la masa de libros se convirtió de pronto en una mancha de oscuridad, papel y tinta, tinieblas, espesura y contradicciones, palabrería, cháchara muerta y países imaginarios que se escurren de las manos. Piensas que tienes algo y no tienes nada. En la cama me miré los dedos abiertos, los ángulos que formaban en el aire, justo el vacío por donde hacía un momento se había ido todo lo que escribí. Entonces me repetí las reglas del juego: cada jugador debe mostrar el coraje de celebrar todo aquello que se va, si no quiere resultar eliminado.

1 comentario :

Anónimo dijo...
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