2/2/15

Me gusta ir los viernes al colegio a recoger a mis hijas y caminar entre el río de chicos y chicas con mochilas a la espalda que nada saben de ceremonias de ceder el paso a los adultos, ya que viven en el epicentro de sus vidas y no nosotros, sus padres, exiliados a las afueras de algo desconocido y turbio, una provincia que camina detrás y da bocadillos y siempre contiene la respiración por si les falta algo, algún estándar de felicidad media que de pronto se escurra hacia otro lado y nos ponga en evidencia. En medio de ellos huele a las canciones que hacía Kurt Kobain, aunque haga mucho que no las escuchemos. Es verdad, smells like teen spirit. Podría escuchar los acordes de esa guitarra y el golpe de batería en el sonido de sus pisadas o en la forma que tienen de reír o simplemente en lo que no les hace falta decir, como si su sangre tuviese una temperatura diferente a la nuestra, incluso otro lenguaje, y estuviese dispuesta a aventuras más altas, más feroces, menos razonadas. Así ha sido siempre. Después caminamos hacia el coche. Yo, entregado a mi papel de pastor invisible. Ellas, extranjeras recortadas de un paisaje de playa y pegadas con desgana en uno en el que siempre llueve.

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