29/1/15

Soy maestra y me quedé en paro, dijo plantada en medio del vagón. El resto estábamos pegados a nuestras vidas que en ese momento deseaban fluir entre la luz de los móviles, una intimidad acogedora en la que nadie colgaría un cartel que pusiera ‘Hogar de los valientes’ pero que servía para eludir cualquier responsabilidad de lo que ocurre fuera. Soy maestra y hace un mes que me desahuciaron. Tengo dos hijos. Preferíamos pensar que aquella voz salía de alguna de las fotografías que veíamos, o de la cantante de un vídeo que de pronto le hubiese dado por parar la canción y decir la verdad, o quizá el discurso inesperado de uno de los caramelos de colores que al emparejarse en trío desaparecían y dejaban paso a otros que seguían hablando. Sé que a nadie le gusta escuchar esto, pero imagínense la vergüenza de verme aquí pidiendo ayuda. Fuera iban pasando los chalets adosados y las tapias grafiteadas y los matorrales con sus ridículas boinas de hielo y los coches lentos circulando por calles desiertas y una capa de sol muy débil que pretendía darle un sentido a todo eso, cierto aspecto de paquete capaz de contener dentro un buen día para cualquier vida. Antes de llegar a la siguiente estación, la mujer se apoyó en la barra junto a la puerta y suspiró. Como estaba sentado a menos de un metro pude ver la humedad de sus ojos y cómo inclinaba la cabeza hacia atrás para contener las lágrimas. Las puertas se abrieron y desapareció. Las luces de todos los móviles seguían encendidas. Yo me metí en la mía recordando las veces que de niño entraba en una iglesia y veía la luz roja del sagrario, y quizá esperando esta vez encontrar a alguien allí para pedirle explicaciones.

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